Opinión

Historias de miedo en Palencia

La Firma de Borja Barba

"Historias de miedo en Palencia", la Firma de Borja Barba

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Palencia

Otra vez a las puertas de Halloween. Otra vez los colmillos postizos, las lentillas diabólicas, las vampiresas escotadas y toda esa parafernalia del terror que con tanta naturalidad hemos asumido a la par que hemos dejado de lado los huesos de santo, las visitas familiares a los cementerios y, aunque esto quizá sea café para muy cafeteros, las representaciones de Don Juan Tenorio en el Día de Todos los Santos.

La celebración de la noche de ánimas ha evolucionado de ritual pagano de importación a exaltación festiva e hiperglucémica de fuerte impronta comercial, impregnada siempre de la efímera cultura pop que marque el paso cada año. Desde El Juego del Calamar hasta Harley Quinn. El concepto de ‘dar miedo’ jamás estuvo tan pendiente de un funambulismo estético más próximo a la vergüenza que al terror.

Ya saben que me paso el día levantando empalizadas frente a los extranjerismos que tratan de apropiarse de lo que tradicionalmente corresponde a nuestra propia y genuina manera de entender el mundo. Luchamos contra esa ‘invención de la tradición’ acuñada por el historiador Eric Hobsbawm, que propone que muchas tradiciones consideradas antiguas son en realidad adopciones modernas para legitimar una identidad propia.

Y luchamos contra la creación de nuevos elementos identitarios porque ya tenemos los que nos definen e identifican. Muchas veces en forma de historias, quizá leyendas, que pelean por no acabar perdidas en el olvido o, en este caso, sepultadas bajo toneladas de terroríficas calabazas e historietas de payasos asesinos. Me viene a la cabeza, en estos días de muertos, la historia del despoblado de Miranda, recóndito lugar escondido en el angosto valle de idéntico nombre. Entre Camporredondo y La Lastra, en nuestra Montaña Palentina.

Se cuenta que, siglos atrás, el pequeño caserío se preparaba para festejar una boda que uniría en matrimonio a dos jóvenes del pueblo. Todos los vecinos acudirían al festejo por el enlace. Todos, menos una anciana repudiada por todos sus convecinos. Presa del odio por el desaire, y mientras el gentío festejaba y bailaba, la mujer aprovechó el descuido para rociar todas las viandas preparadas para el gran festín con un potente veneno preparado por ella misma. El fatal desenlace no se hizo esperar. Los invitados a la boda murieron entre terribles dolores provocados por el efecto del envenenamiento. Se dice que incluso los perros que habían devorado las sobras del banquete murieron. La anciana quedó sola en la pequeña población de Miranda, consumando su venganza haciéndose dueña de cuantos prados y corrales poseían sus fallecidos vecinos. Solo los habitantes de La Lastra acudieron en su ayuda cuando la muerte se presentó por fin a buscarla, envejecida y solitaria.

Tal vez sea solo una leyenda. Tal vez nunca existiese tal anciana y realmente el poblado de Miranda y sus moradores fuesen aniquilados por las tropas napoleónicas en la Guerra de la Independencia. Pero es nuestra leyenda. Y merece ser transmitida y recordada.

 
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