Opinión

Una infancia con déficit de naturaleza

La Firma de Borja Barba

Una infancia con déficit de naturaleza

Palencia

Cuando era niño, uno de los mayores empeños de mi abuelo Emilio era que asistiéramos como infantiles testigos a los partos de sus vacas y compartiésemos así con él su gran pasión por la ganadería. También le gustaba que entrásemos a la sala de ordeño y observáramos con paciencia el proceso de selección de las vacas, del lavado y preparación de las ubres, del trabajo de la ordeñadora y de cómo la leche, después de circular por diversas canalizaciones, iba cayendo poco a poco en un gran tanque para su posterior distribución. Teníamos nuestras vacas favoritas, a las que aprendimos a distinguir por las manchas de su capa o su fisonomía entre más de un centenar de animales. E incluso hacíamos apuestas, como pequeños tahúres entregados a la más estricta ruralidad, sobre cuál de ellas daría más leche esa tarde. Sin apenas darnos cuenta, mi abuelo había conseguido que fuésemos los únicos niños de nuestros urbanitas y amanerados colegios que habíamos visto nacer un jato. O que sabíamos que la leche no venía del tetra-brik, sino de una ubre. No teníamos siquiera diez años y ya sabíamos cómo funcionaban algunas de las cosas más esenciales de la vida y habíamos asumido, al mismo tiempo, que la naturaleza juega con sus propias reglas y mide sus propios tiempos.

Cuarenta años más tarde, sigo recordando aquel empeño. Y ya no lo hago con la rabia del niño que se ve obligado a aparcar la bici o a dejar escapar a los indios para sentarse, sin moverse mucho, a ver ordeñar una vaca. Aquel cariñoso y atávico afán me ayudó, sin yo saberlo, a ser quien soy. A comprender que en la vida estamos de paso y que nuestro papel es el de un actor secundario en un reparto plagado de estrellas. Y a que las vacas seguirán dando leche mientras haya quien las ordeñe.

Mi abuelo, aunque sabía muchísimo de vacas, no sabría quién era Richard Louv. Pero comprendió perfectamente eso del ‘trastorno por déficit de naturaleza’ años antes de que el ensayista norteamericano le pusiese nombre. Comprendió que un niño que crece en contacto directo con la naturaleza acabaría convertido en un adulto que la disfruta, la respeta y la comprende. Que el contacto con el medio ambiente traspasa lo meramente cognitivo y se expande sobre la vertiente emocional, ayudando a un desarrollo integral de las personas. Consiguió, con ese tenaz convencimiento que da los años de vida, que mi admiración y curiosidad por la naturaleza iniciase una carrera sin meta. Aunque jamás consiguiese que me gustara la leche.