Opinión

Los que tienen el revólver cargado

La Firma de Borja Barba

Los que tienen el revólver cargado

Palencia

Pocas plumas dibujaron el mapa emocional de la mágica noche de Reyes como lo hizo la de mi paisano Miguel de Unamuno, en aquel poema en el que imploraba que lo devolviesen a “la edad bendita en la que vivir es soñar”. Son unos versos que apelan a la inocencia de la infancia, desde la perspectiva adulta, sin ningún rubor. Porque el deseo más tonto e incomprensible de cualquier niño es el de querer ser adulto antes de tiempo.

Muy a mi pesar sigue habiendo gente que, como el Hombre Sin Nombre en ‘El bueno, el feo y el malo’, se empeña en dividir el mundo en dos categorías de personas, los que tienen el revólver cargado y los que cavan. Para los primeros, nunca hay tregua. No hay razón ni situación que les incite a la misericordia. Si el revólver está cargado, además, es para vaciar ese cargador y ajusticiar. Y lo mismo da si el motivo es la cabalgata de Reyes y la ejecución tiene lugar en presencia de los Magos de Oriente, sus pajes, decenas de bailarines, los tres cerditos y Pinocho, y entre una multitud con el cuchillo entre los dientes por arramblar con un puñado de caramelos de Unicaja. Porque hasta lo más tierno se convierte en munición. Nada sofoca el ánimo de un pistolero de gatillo fácil. Y mucho menos aún si, en lugar de un Colt, el justiciero desenfunda un teclado ligero y una red social. Que si ayer critiqué un recorte, mañana criticaré un dispendio. Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros.

Es el nuestro un país lo suficientemente absurdo como para hacer de un evento infantil, como la cabalgata de Reyes, un compendio tragicómico que entremezcla lo grotesco con lo dramático. Y siempre con el aderezo de una omnipresente carga política. Alimentando la caldera de la hiperpolarización de la sociedad incluso en la única noche del año en la que el protagonismo absoluto debería recaer en los niños. Sin tan siquiera sonrojarse.

Hay una preciosa tira de Quino sobre la noche de Reyes en la que el padre de Mafalda, trajinando con extremo sigilo para colocar los regalos junto a los zapatos mientras la niña duerme, se define a sí mismo como un “terrorista de la felicidad”, por aquello de ser cooperador necesario de la más tierna e inocente fantasía infantil. A medida que voy cumpliendo años, el adulto en el que me he convertido aprende cada vez más cosas del niño que una vez fui. Solo tiene que dejarlo fluir y observar cómo actúa. Permitirle que aflore, como añoraba Unamuno. Necesitamos volver a sentirnos niños con mayor frecuencia. Aparcar estos perniciosos juegos de adultos, al menos en estas marcadas ocasiones, y buscar un refugio de la realidad sin seguir ampliando la vitrina de las idioteces. Que ya habrá tiempo de empaquetar la alegría y vaciar el tambor del revólver.