Aquellos veranos que ya no recordamos
La Firma de Borja Barba

Aquellos veranos que ya no recordamos
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Palencia
Desde hace algunos años, no puedo evitar, cada vez que escucho pronunciar la palabra 'verano', que un punzón de angustia se me clave como un gancho al hígado hasta dejarme boqueando y sin aliento. Es una inquietud que quema lentamente, como el presagio de algo malo que está por venir. Porque lo que está por venir quizá no sea algo necesariamente malo. Pero, desde luego, no es como lo recordábamos.
Decía Stefan Zweig que los días memorables de la vida tienen una luminosidad más intensa que los normales. Por eso, el primer recurso de la memoria es detener su atención en aquellos luminosos veranos de la infancia. Veranos de bicis desparramadas por las calles del pueblo mientras Indurain volaba con su cabra sobre las carreteras de Bergerac. Días en los que el cielo refulgía en un azul sedoso y ese mañana llamado septiembre se percibía como un lejano futuro improbable. Pero el peligro de la nostalgia es que, con frecuencia, dibuja una realidad edulcorada. Porque el recuerdo, caprichoso y selectivo, nunca es un fiel fedatario del pasado.
Junto a los chillidos de los vencejos llegarán al pueblo los acentos extraños. Los hijos de y los nietos de, ausentes durante el año. Las tertulias a la fresca de la noche castellana tras esas largas tardes arreboladas que dibujaba Machado. Los viejos colchones de lana de la casa familiar que harían desfallecer a un faquir. Esa misma vajilla de Duralex en la que han comido varias generaciones. Y una pequeña nota con trémula caligrafía, encontrada en el cajón del aparador, en la que la abuela tenía apuntados los números de teléfono de todos sus hijos y nietos y que hace que incluso te tiemble el labio y se te humedezcan los ojos.
A todos los visitantes veraniegos yo solo les pido que se adapten al pueblo y que no obliguen al pueblo a adaptarse a ellos. Que aquí, ya lo sabemos, las cosas son más lentas. Y a veces incluso inaccesibles. También les sugeriría que, tras escarbar en sus raíces, piensen sin egoísmo en los días más tristes y oscuros del pueblo que ellos se librarán de vivir. Porque ¿de qué serviría el abrumador calor del verano sin el frío del invierno para aportarle dulzura?
Los veranos de mi infancia desaparecieron para siempre en el preciso instante en el que falleció mi abuela. A veces necesitamos una pequeña catarsis personal para poder analizar la vida con perspectiva y darnos cuenta, en este caso, de que lo que realmente ha cambiado no son los veranos. Ni tan siquiera los pueblos que acogen esas historias estivales de finales imprevisibles. Los que hemos cambiado, hasta casi no reconocer aquellos veranos de cuando éramos niños, somos nosotros mismos.




