Postales de Palencia: Día grande en el Brezo

Palencia

Aunque el sol asoma, lo hace con esa ligereza propia de la entrada del otoño. Con sutiles rayos que acarician el roquedo que rodea al Santuario. Jugando a colar destellos feéricos sobre la pradera agostada. Parece que la amenaza de lluvia se contendrá y se quedará simplemente en advertencia. Con todo, y junto al bocadillo, la manzana y la botella de agua, el chubasquero va siempre en la mochila. Porque en estas localizaciones uno nunca sabe cuándo se puede meter la nube y quedarse enganchada entre las cumbres para derramar su líquida bendición sobre los incautos.

El Día del Brezo, veintiuno de septiembre, es día grande en el norte de la provincia. Y bien que se nota, a juzgar por el incesante tráfico y el continuo trasiego de devotos desde Aviñante hasta Villafría. La carretera de acceso al Santuario, por la que ya se percibe ese aroma macerado del temprano otoño, es un reguero de romeros dando cumplimiento a la promesa del retorno. Se rezuma felicidad por poder rendir honores, un año más, a la Patrona. Encajado al fondo de barrancos hondos de pinos verdes sobre los que el viento susurra viejas leyendas de trashumantes extremeños, el templo de sillares neoclásicos recibe con su parca sobriedad montañesa a los feligreses de toda la provincia. Algunos de ellos llegan incluso desde la vecina Cantabria, desde esos valles lebaniegos en los que también se profesa histórica devoción a la Madre de La Peña. Todos se disponen sobre el anfiteatro natural que forma la parte baja del valle. Y todas las miradas se dirigen hacia Ella. Hacia su manto azul oscuro y su imponente corona de doce estrellas.

Me gusta recordar que Vincent van Gogh decía que cuando sentía necesidad de religión, salía a pintar las estrellas que titilaban sobre la noche de Arlés. Su acomodo espiritual no tenía forma de advocación mariana. Ni de templo u oración. El regocijo de su alma dependía de esos cielos en azul de medianoche salpicados de minúsculos luceros que el genio de Zundert estampaba impulsivamente sobre sus lienzos. Otros, encontramos cobijo sentados sobre un peñasco en una ladera. Inmersos en uno de esos silencios solemnes que no es necesario llenar con palabras. Observando con respeto y cariño desde la tumultuosa soledad de las alturas. Mientras los peregrinos, ahí abajo, desperdigados alrededor del Santuario con su mobiliario de acampada y sus viandas campestres, disfrutan de su religiosidad y de su entrega a la Virgen del Brezo.