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Postales de Palencia: La del océano negro de silicio

Borja Barba nos acerca hoy al impacto que las plantas fotovoltaicas tienen en la provincia

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Palencia

No hace tanto tiempo, estas suaves vaguadas y estas parameras lucirían a estas alturas del año sus vestimentas otoñales. Los surcos ya habrían cumplido con su tarea y el cereal de secano cosechado habría dado paso a las rastrojeras, para deleite de alguno de los ya escasos rebaños de ovino que aún sobreviven en la zona. En el fondo de los valles, los finos arroyos irrigarían las tierras con las primeras lluvias del otoño, culebreando como ramificaciones de un sistema circulatorio encargado de evacuar el exceso de agua acumulada en las lomas. En sus márgenes, como escoltas infranqueables, interminables hileras de chopos y alisos exhibirían ya el centelleo de sus vestimentas amarillas, alargándose hasta donde alcanza la vista. El panorama otoñal de esta parte oriental de la comarca de Páramos y Valles lo completaría el majestuoso telón de fondo de la Montaña Palentina. Una abrupta línea de dientes de sierra para romper con la suavidad de la monotonía cerealística de los páramos.

Pero llegar ahora hasta Herrera de Pisuerga por la carretera que atraviesa el Boedo y la Ojeda es hacerlo a través de un paisaje sin poesía. Un paisaje entregado a un supuesto progreso envuelto en un sacrificio no retornable. El escenario natural modelado por el lento transcurrir de las décadas y la acción de las labores agrícolas ha dejado paso a un evaporado océano de silicio. Un océano inerte que tiñe de negro y metal lo que antes era una amalgama de dorados y ocres.

Mientras sigo caminando buscando un horizonte sereno, no puedo evitar pensar en lo dramático del simbolismo cromático que los parques fotovoltaicos que depredan nuestro espacio natural nos han servido en bandeja. Del dorado del cultivo al negro de los paneles. Primero nos exigieron un sacrificio humano, con el que aún cumplimos abnegadamente. Hubo que abandonar nuestros pueblos y nuestras tierras para superpoblar monstruosos cinturones urbanos y dejar atrás las raíces en busca de un futuro en ocasiones incierto. Y acatamos. Y no reaccionamos.

Ahora también nos exigen sacrificar nuestros paisajes, empujando hacia la extinción irrevocable a esa cultura rural que nos hizo ser quienes somos. Se fueron las personas y ahora también se tiene que ir la mies. Dicen que es el peaje necesario para luchar contra el cambio climático y para que el mundo pueda seguir, mutatis mutandi, con su desarrollo hiperbólico. Pero me niego a comulgar con la idea de que arrasar sin miramientos un territorio natural, siguiendo únicamente criterios empresariales, sea condición necesaria para luchar contra la crisis climática. Me niego a tragar con eso de que los sacrificados siempre seamos los mismos. Sigo mi camino con los pies envueltos en polvo. Levanto la vista y distingo las cimas de Peña Labra, del Curavacas y del Espigüete bien recortadas en el horizonte. Pero aquí ya no chillan los milanos. Aquí ya no corretean las perdices. Y aquí ya no hay tierras que preparar para la sementera.

 

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