Postales de Palencia: La del arrebol sobre Paredes
Borja Barba nos acerca esta semana hasta la puesta de sol de Tierra de Campos en Paredes de Nava

Postales de Palencia: La del arrebol sobre Paredes
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Palencia
Es esta quietud mortal y melancólica del ocaso terracampino lo que hace tan atractiva su insultante planicie. Hay que ser muy observador y tener una sensibilidad entrenada para encontrar belleza en un monótono territorio surcado por el arado como un cuaderno de caligrafía. A un renglón le sigue otro, y otro, y así hasta difuminarse y rellenar cualquier porción de terreno a la vista, en busca de ese horizonte feroz e inabarcable. La despedida de una tarde arrebolada de otoño pinta el inmenso cielo en rojo, naranja y añil. Una intensa paleta de colores que cambia a cada segundo. Marcando una cuenta atrás que se cerrará con un fundido a negro sin títulos de crédito.
Asisto a un atardecer canónico. Uno de esos crepúsculos que ansía el buen observador del paisaje y que acabará protagonizando las publicaciones en redes sociales de media provincia. Una caída del sol para coronar una horizontalidad que solo se quiebra merced a la mano y al ingenio del hombre. La simple silueta de Paredes de Nava recortándose contra el atardecer evoca un pasado glorioso. Las sucesivas torres de la Iglesia de San Martín, de Santa Eulalia, de Santa María y de San Juan confieren a la panorámica paredeña una personalidad única. No es ni siquiera necesario fluir entre sus calles enlazando casonas y blasones para tomar conciencia de que esa España que hoy llaman ‘vaciada’ dista mucho de ser el país que nunca fue.
Labrantíos cargados de arte y de monumentalidad. De tablas y retablos. De coplas y yesería. Como un Manhattan de Campos Góticos, con un contorno bien identificable, Paredes acoge a la noche de otoño y lo hace con un relato propio. El de Jorge Manrique, el de los Berruguete, el de la tésera de Intercatia. Un relato en el que reconocerse y sobre el que volverse a sacar lustre para luchar contra el olvido secular. Con una genealogía tan bien definida como las siluetas de sus cuatro torres y de su silo estampándose contra el arrebol.
Bajo el cielo de nubes violáceas, una ruidosa comparsa de grajos regresa de los campos para encontrar cobijo nocturno en las alamedas que flanquean los arroyos. Algunos de ellos, más aventureros, levantan vuelo hasta alcanzar los escuetos pinares que coronan los alcores. Es un ritual que se repite con minuciosa rigurosidad cada atardecer. Porque, aunque impredecible hasta el extremo, la naturaleza también tiene sus mecanismos incuestionables que construyen su propio relato.




