Soy el novio de la muerte
Juan Miguel Alonso
León
Vaya usted a saber si es porque el calendario señala la estación de Todos los Santos o porque el panorama político se pone mortecino este noviembre a base de pasear muertos que aún no son conscientes de su naturaleza: Mazón, Ábalos, por citar dos, lo cierto es que le da a uno en la mollera por enredar en la eterna conexión entre al jodienda o coyunda, que diría lo eruditos, y la muerte. Sin ir más lejos, este Jalogüin 3.0 en el que andamos tiene poco de susto mortuorio y cada vez más de intercambio fantasmal de fluidos. Según me ha contado un amigo y alguna de mis sobrinas.
Esta modernidad tan sicalíptica en realidad siempre ha estado ahí: los franceses llaman al orgasmo la petite morte, la pequeña muerte; en los velorios antiguos entre trago y cigarro se escribía una enciclopedia de encuentros carnales a la salud el finado, y en los hospitales, dicen las malas lenguas que por cada extremaunción se celebra un rosario de apretones en planta o en el almacén. No quiero ni pensar qué será en los tanatorios.
No habrá que hacer un doctorado Freudiano para concluir que la presencia de la muerte activa , como un resorte biológico y reivindicativo, la celebración de la vida y la carne.
De esta conjunción tan copulativa dan fe hoy los papeles del reino, con la noticia del repentino fallecimiento de un octogenario mientras visionaba en un sex shop de la capital una película de alto voltaje. ¿ Puede haber una muerte más dulce? Qué suertudo el tío, recibiendo a la Parca a Puerta Gayola, mientras manipula a voluntad la nave del deseo.
Así, sí. Así, sí.