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Postales de Palencia: la de la Cañada Oriental Leonesa

Borja Barba nos recuerda los tiempos de la trashumancia en las cañadas reales

Postales de Palencia: la de la Cañada Oriental Leonesa

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Palencia

La vista hacia el norte se oscurece hasta opacarse y fundir cielo y horizonte en una amalgama grisácea. Ni siquiera es posible distinguir el silueteado de las montañas. Es lo que tienen las mañanas frías de noviembre. Las nubes, húmedas y densas, caen a plomo hasta envolver las alturas con su bufanda neblinosa. La noche helada, por su parte, ha hecho su trabajo y, con la ayuda del viento, las hojas de los robles caen, una tras otra, como una ligera llovizna aterciopelada que se esmera en tapizar el suelo con una colorida alfombra. La primera ley de la naturaleza es que todo, absolutamente todo cuanto forma parte de ella, está interconectado con lo demás.

El otoño siempre fue época de trashumancia. De largos viajes de retorno desde los puertos hacia las dehesas, en busca de latitudes con inviernos más benignos. Recorro el trazado de la Cañada Real Leonesa Oriental pensando en esas epopéyicas andanzas de las merinas extremeñas. Romerías ganaderas que, hasta hace no demasiados años, marcaban el inicio de las inclemencias de la invernada por estos pueblos y que eran recibidas a repique de campanario como el acontecimiento que eran. Abrían paso, los mastines. Marcando el terreno y dando el visto bueno al avance de la procesión. Flanqueando, los careas. Atentos, diligentes y serviciales con el pastor. Y cerrando la comitiva, quizá el mastín más veterano. El que cubre la retaguardia. El que blinda el hueco más débil y por el que siempre se cuela el colmillo del lobo, con la única defensa de su arrojo y la carlanca.

La importancia de la Cañada va mucho más allá de las noventa varas de anchura de su trazado. Durante siglos, por esta vía pecuaria han transitado relatos, costumbres, aves carroñeras, vocabulario, semillas, canciones, lobadas y culturas. También propició no pocos escarceos amorosos e incluso arreglos matrimoniales entre pastores y mozas de los pueblos. Al mismo tiempo, y en una perfecta simbiosis, el deambular trashumante ayudaba a mantener sus trazados despejados y limpios, al tiempo que facilitaba la biodiversidad vegetal dispersada por el vellón de los rebaños.

La densa cubierta oscura de los pinares que delimitan en anchura esta galiana parece propicia para esconder peligros y acechos. Son esos mismos pinos verdes donde el viento canta, a los que se refería Machado. Solo el siseo producido por el crujir del viento entre el follaje, y algún escandaloso arrendajo advirtiendo de nuestra insólita presencia, rompen el silencio. La aún tímida helada ha dejado paso a una fina capa de rocío que hace que nuestras botas se impregnen de un pesado barro rojizo. Un barro con siglos de historia. Un barro inalienable, imprescriptible e inembargable. Y sobre el que decenas de generaciones de trashumantes ayudaron a escribir nuestra historia.

 

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