Sociedad

La primera guardia ante el cadáver de Franco: el recuerdo inédito del arandino Manuel Arandilla

El poeta arandino ha relatado en Radio Aranda como, obligado por las circunstancias, escoltó los restos mortales del dictador durante los primeros momentos de su velatorio público

Cuando Manolo Arandilla se convirtió en el primer militar (accidental) en velar el cadáver de Franco

Aranda de Duero

La muerte de Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975 abrió un periodo convulso y lleno de imágenes icónicas. Una de ellas, casi olvidada, es la de la primera guardia que veló el cadáver del dictador en el Palacio de Oriente. Entre aquellos soldados estaba Manuel Arandilla, intelectual arandino que por entonces cumplía el servicio militar obligatorio. Cincuenta años después, Arandilla rememora en la SER aquel turno inaugural, aún a puerta cerrada, en una conversación cargada de detalles, tensiones y un inesperado anecdotario.

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Francisco Franco acababa de morir y en Madrid se respiraba un aire extraño, una mezcla de alivio, incertidumbre y expectación silenciosa. Era el amanecer del 21 de noviembre de 1975 cuando Manuel Arandilla, atrapado entre dos países y dos épocas, fue convocado para algo que él mismo jamás hubiera imaginado: formar parte de la primera guardia que veló el cadáver del dictador en el Palacio de Oriente.

Manuel Arandilla en los estudios de la Cadena SER de Aranda con uno de sus últimos poemarios / cadena ser

En 1975, Manuel Arandilla no imaginaba que su destino militar acabaría llevándolo al epicentro del fin del franquismo. Vivía en Bélgica desde hacía más de cuatro años, estudiando en la Universidad de Lovaina y a punto de conseguir la nacionalidad belga, porque estaba preocupado por poder tener que ir a la Marcha Verde. “Lo tenía todo dispuesto. Me quedaba medio año para nacionalizarme después de haber solicitado cuatro prórrogas para tener que hacer el servicio militar. Recibí una llamada desde casa para decirme que debía volver a España para incorporarme a la mili en Araca”, cuenta. Y así, su carrera universitaria, la calma belga y el deseo de no verse envuelto en la agitación militar de la época quedaron atrás. De Vitoria fue enviado a Madrid, sin sospechar el papel que le aguardaba en el gran escenario del final del franquismo.

El ambiente previo en el Ministerio

Arandilla era Cabo Primero y pertenecía a los llamados “gastadores”. “Éramos altos y guapos”, recuerda con humor. Sus guardias se realizaban en el Ministerio del Ejército, donde observó el clima de nerviosismo previo al fallecimiento de Franco. “Había mucha gente en el Ministerio. Pasaban los mandos, unos a otros, preguntándose ‘¿qué, ya?’ Y siempre la misma respuesta. ‘No, mi general, todavía no’”.

Aquel 20 de noviembre él estaba allí cuando llegó la confirmación. Y con ella, la orden que lo situaría en un momento histórico: ser parte del primer turno de guardia ante el cuerpo del dictador. El 21 de noviembre, a las ocho de la mañana, Manuel Arandilla entraba en el Salón de Columnas del Palacio de Oriente. Todavía no se había abierto al público. “Dentro estaban el Gobierno en pleno, la familia Franco y un grupo reducido de periodistas nacionales e internacionales. La guardia estaba compuesta por dos soldados de cada ejército, un guardia civil, un policía nacional y la supervisión de un cabo de la escolta personal de Franco. Yo estaba encima de Franco, encima de su cabeza, que por cierto, no le toqué y tenía un traje precioso del siglo XVIII, pero observé que una de las perneras estaba ‘fofa’, ya le habían quitado la pierna por la tromoflebitis. Yo lo vi desde arriba”, detalla.

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Un desmayo que casi provoca un accidente histórico

En el anecdotario de la experiencia vivida, Manuel Arandina recuerda que junto al cadáver de Franco “había una peana que sostenía la cruz de Bernini; una joya”. Entonces ocurrió lo inesperado. “El cabo que nos mandaba se desmayó. Cayó encima de la peana, que empezó a tambalearse, casi se clava en el cadáver de Franco y yo al ver que empezaba a sangrar, me moví para socorrerlo. Pero un dedo a la espalda, me dijo: “¡Quieto ahí, aunque se muera!” Y yo me quedé temblando.

Tuvo que quedarse inmóvil, mientras el cabo sangraba sobre las valiosas alfombras del Palacio. “Yo sufría por él, y por la alfombra, que era una joya”, admite. Los ujieres tardaron en asistir al herido; solo cuando terminó el turno pudieron retirarse a una sala contigua. “Detrás de mí venía un general repleto de medallas porque hacían mucho ruido a hojalata. Se acercó a mí, me apoyó la mano en el hombro y me dijo: ‘Soldado, comprendo su buena voluntad y su misericordia de ir a socorrer a un compañero pero usted no puede dejar nunca el puesto que le han encargado y menos velando al Caudillo’. “Sí, sí, don General, respondí”, recuerda.

La entrada del público: curiosidad, fervor y morbo

Cuando finalmente la capilla ardiente se abrió al público, Arandilla observó un desfile humano heterogéneo. “Creo que más del cuarenta por ciento eran de izquierdas. Por las pintas de la época se veía claro. Venían a asegurarse de que estaba muerto, a cerciorarse de ello”, afirma.

También hubo escenas de devoción: Lola Flores, lanzando claveles y pronunciando un emotivo “mi general, mi general”; o un hombre que irrumpió proclamando “¡mi Caudillo, desde que estaba usted en África!”. “Viví ese ambiente en directo”, resume.

Aquellos días de desorden absoluto dejaban espacio para anécdotas que Arandilla narra con una sonrisa. Como aquella tarde en que “abandoné una guardia para ver una película perseguida por mí durante mucho tiempo: El proceso de Verona, en el cine Bellas Artes. Cometí una falta terrible, pero abandoné la guardia. Crucé la Gran Vía, dejé el fusil y la gorra en un asiento. Se sentó una señorita a mi lado y me dijo: ‘¡Un militar en el cine!’. Le respondí: ‘No olvide usted que aún quedamos militares cultos’”, expresa. Aquella mujer era Carmen Sarmiento, prestigiosa periodista con quien terminaría forjando una estrecha amistad.

Para Manuel Arandilla, aquellos días posteriores a la muerte del dictador fueron una mezcla de caos y trascendencia. “Las guardias estaban fatal organizadas. No nos daban ni un bocadillo. Si alguien hubiera querido dar un golpe de Estado, lo habría conseguido sin mucho esfuerzo”, sentencia.

Pero entre el desorden y el desconcierto, quedó grabada en su memoria, como un cuadro que no se olvida, la imagen de su primera guardia: el dictador inmóvil, la cruz temblorosa, la sangre sobre las alfombras y el silencio férreo de una España que aún no sabía qué iba a ser de sí misma.