Postales de Palencia. La de cruzar Puentecillas
Borja Barba nos acerca esta semana a la sensación de cruzar Puentecillas en la capital palentina

Postales de Palencia. La de cruzar Puentecillas
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Palencia
Caminar es una manera como otra cualquiera de abrir el grifo de la inspiración. Uno pasea de manera instintiva, sin rumbo definido, observando sin detenerse y comienzan a desmadejársele las ideas. Si el paseo resulta particularmente agradable, puede que esas ideas incluso surjan ya conjugadas y enhebradas, listas para salir a la luz. Pasear es la manera más asequible y natural de seguir el ritmo marcado por el latir del entorno. Un entorno que sugiere e inspira. Que activa los mecanismos cerebrales capaces de despertar a las musas tras una noche larga.
Como ocurre con muchos otros elementos cuyo origen y explicación se pierden en la noche de los tiempos, se atribuye de forma habitual al Puente de Puentecillas un teórico y no demostrado origen romano. Y es lógico. El contundente avance de Roma sobre la península no se produjo únicamente ‘manu militari’ y a golpe de centuria. Roma conquistó a fuerza de obra pública y de desarrollo social. Y convenció a base de dotaciones urbanísticas que hicieron la vida más sencilla a los ciudadanos del imperio. Una de ellas, bien podría haber sido el puente más carismático de la actual ciudad de Palencia.
Franqueo el Carrión por Puentecillas en una de esas tardes luminosas y gélidas que nos suele regalar el diciembre castellano. El otoño ya reposa en el suelo de ese regalo fluvial que es la isleta del Sotillo, macerando bajo la humedad del ambiente. Y aunque el arbolado ya no luce el colorido de hace algunas semanas, pisar la hojarasca crepitante hace que el día se desligue de la monotonía y de la rapidez con la que claudican las mínimas tardes de invierno.
Mis pasos sobre el puente más antiguo de la ciudad son de ida y vuelta. Tras recorrer el Sotillo, emboco ya la estructura irregular de la pasarela, probablemente muy condicionada por sus sucesivas reconstrucciones y reformas a lo largo de su historia, con la vista puesta en el Bolo de la Paciencia y en la altiva vigilancia de la catedral. Porque, como decía Julio Cortázar para referirse al amor no correspondido, un puente no se sostiene de un solo lado. Unos patos merodean junto a la orilla al son que marca una niña mientras les arroja trocitos de pan. Como una orquesta siguiendo la batuta de su director, en una escena que me remonta a mi propia infancia.
El tiempo se detiene sobre los sillares y las losas de Puentecillas. Incluso parece como si las aguas del río fluyesen aquí de manera más lenta, dulcificándose en su eterno roce contra los recios tajamares del puente. Es esa corriente mansa y silenciosa una metáfora perfecta del melifluo transcurrir de la vida en una ciudad como Palencia. Y la que nos recuerda que no hay nada más complicado de contar ni sensación más complicada de transmitir que la que nos despierta la sucesión cotidiana de los días.




