Postales de Palencia: La de Santa Bárbara bendita
Borja Barba nos acerca esta semana hasta las celebraciones de la patrona de los mineros en el norte de la provincia

Postales de Palencia. La de Santa Bárbara bendita
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Palencia
La celebración de Santa Bárbara en el norte de Palencia siempre trae consigo una bofetada de nostalgia. Basta con asomarse a la sobrecogedora Procesión de las Lámparas en Vallejo de Orbó. O a la ofrenda en el Monumento al Minero de Guardo. En ocasiones, esa añoranza se entremezcla con un dolor agudo. Una punzada certera en el costado. Un pinchazo que deja una herida abierta y teñida de negro, como el carbón con el que este subsuelo alimentó y dio sustento a varias generaciones. Y como el luto con el que muchas familias tuvieron que exhibir su pena y compartir su desgracia.
Incluso, a veces, esa sensación se adereza con una ráfaga de orgullo. Orgullo por lo que una vez fue… pero, ‘o tempora, o mores’, dejó de ser. Orgullo por el coraje, por la entereza y por el sacrificio derrochados a golpe de pico. Por el sudor y la sangre que hubo que derramar para levantar una comarca olvidada y escondida. Orgullo por la entrega a unas vidas duras, que la mayoría solo conocimos de oídas y que facilitaron un vertiginoso desarrollo social en la zona.
Hace ya tiempo que el soniquete recio y lastimero de ‘En el Pozo María Luisa’ y su ‘tralará’ no resuenan en la cuenca minera palentina. La antracita y la hulla que estas montañas escondían en sus entrañas dejaron de ser productivas. Ya no resultaban estratégicas. El modelo económico cambió radicalmente y los vestigios de aquellas minas ya no son ni tan siquiera el recuerdo de lo que fueron. De pronto, lo que antaño había sido motor social comenzó a generar rechazo. En muchos casos, porque alguien entendió que aquella parafernalia carbonífera que ayudó a los habitantes de esta tierra a ser quienes son afeaba el paisaje y alimentaba una remembranza poco menos que aborrecible. Otros recuerdos tuvieron un final más digno, para acabar convertidos en recurso turístico, testigo lúdico y amable de un pasado abnegado.
Pero a mí, que soy de tierra de acerías y siderurgia y de fuerte conciencia obrera, algo se me sigue estremeciendo por dentro cada vez que me siento a observar lo que un día fueron Antracitas, San Claudio, el Pozo Calero o cualquiera de las muchas cicatrices en superficie de la intensa actividad minera de estas tierras. Me abstraigo de las ruinas y de los cristales rotos y me remonto a otra época, tratando de avivar escenas que un día fueron cotidianas y que hoy se aferran a las arrugas de la memoria. Como si aún se escucharan los estruendos del barreno. O las risas de los mineros ennegrecidos saliendo por la bocamina, mientras sus esposas tachan otro día de angustia en el calendario de la cocina suplicando por la jubilación. También los silencios profundos de las miserias. Y los llantos. Y la pena diluida bajo la lluvia, que sigue cayendo como una cortina de lágrimas sobre estas montañas queridas.




