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Un viaje de la estepa mediterránea a la tundra sin salir de Madrid

La fitoclimatología revela cómo la Comunidad de Madrid encierra, en apenas 180 kilómetros, una sucesión de paisajes que reproduce desde los encinares más secos hasta ecosistemas propios de la taiga y la alta montaña alpina

Un viaje de la estepa mediterránea a la tundra sin salir de Madrid

Colmenar Viejo

Esta semana, en nuestro espacio de Naturaleza, proponemos un viaje asombroso sin salir de la Comunidad de Madrid: un recorrido que, gracias a la fitoclimatología, nos permite entender cómo la región condensa en apenas 180 kilómetros una diversidad de paisajes equivalente a viajar desde el Mediterráneo más árido hasta las frías tundras alpinas. Esta disciplina estudia la vegetación potencial —la que surgiría de forma natural sin intervención humana— y revela qué especies deberían dominar cada territorio según su clima y su suelo, ofreciendo una mirada nueva a los paisajes que creemos conocer.

El viaje arranca en el sureste madrileño, donde los suelos yesosos y margosos dibujan un escenario propio del sureste peninsular: espartos y retamas que evocan ambientes semiáridos y que impiden que la encina sea la especie clímax. Desde allí avanzamos hacia un Madrid más urbano y profundamente transformado hasta encontrarnos con uno de sus paisajes más emblemáticos: los encinares esclerófilos guadarrámicos, visibles en zonas como la Casa de Campo, El Pardo o Valdelatas. Pero el clima refresca en cuanto rebasamos El Goloso; desaparecen las retamas y aparecen los enebros, marcando la transición hacia ecosistemas donde la marcescencia empieza a dominar.

En Tres Cantos, San Agustín de Guadalix o Torrelaguna, los quejigos toman el relevo gracias a los suelos calizos, acercándonos a paisajes más continentales que recuerdan a la Submeseta Norte. Este viaje hacia el frescor continúa en el valle del Lozoya, donde la mezcla de encinas, enebros y sabinas anuncia un territorio cada vez más septentrional.

La siguiente gran transformación llega en Manzanares el Real: el melojo se convierte en protagonista y con él entramos en un escenario eurosiberiano propio del interior húmedo peninsular. La subida al puerto de la Morcuera acentúa ese cambio; primero aparecen los robledales marcescentes y después los pinos silvestres, paisaje que ya evoca plenamente la taiga.

La última etapa nos lleva hasta Peñalara, donde el pinar de montaña termina por desaparecer para dejar paso a pastizales fríos, rasos y ventosos: la tundra madrileña, el último escalón en esta secuencia fitoclimática que culmina en las cumbres.

Así, en unas pocas horas y sin abandonar Madrid, es posible recorrer simbólicamente miles de kilómetros desde un paisaje semiárido hasta uno prácticamente ártico. Un recordatorio de la riqueza natural de la región y de cómo la fitoclimatología nos permite comprender no solo lo que vemos, sino también lo que el territorio está diseñado para ser.

Nacho López Llandres

Desde 2005 presento el tramo local de Hoy por...