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Van Aert renace en el duelo a muerte bajo el sol de Benidorm

El vilero Felipe Orts hace la carrera de su vida en El Moralet y Foietes con una octava plaza para la historia

Wout Van Aert celebra su triunfo en Benidorm | © Rafa Gómez

Benidorm

Sergio Leone era el rey de la dilatación. Por ello, y por la siempre genial aportación musical de Ennio Morricone, sus larguísimas secuencias de duelos de rudos pistoleros del oeste americano han pasado a la historia del cine. De entre ellos, quizás, el más recordado será siempre el que mantuvieron el hombre sin nombre (Clint Eastwood), el coronel Douglas Mortimer (Lee Van Cleef) y ‘El indio’ (Gian Maria Volonté) en ‘La muerte tenía un precio’.

Seguramente, ni el propio Sergio Leone habría podido soñar con rodar un duelo como el que este domingo protagonizaron en Benidorm los tres pistoleros más buscados de ese salvaje oeste ciclista que es el ciclocross: Mathieu van der Poel, Wout Van Aert y Tom Pidcock. Los tres, rodeados de extras a los que no les faltó protagonismo, hicieron, como en aquella mítica escena rodada en Almería, que el reloj se detuviera de tres a cuatro de la tarde bajo el tibio sol invernal mediterráneo.

Más de 16.000 almas se congregaron en los parques de El Moralet y Foietes para asistir al último enfrentamiento de la temporada entre las tres bestias. El que más y el que menos, tenía claro que Van der Poel, tan elegante con su blanco impoluto cruzado por el arcoíris de campeón del mundo, estaba llamado a hacerle otra muesca, la undécima, a su revolver. Otros, los menos, confiaban en que las tres semanas de descanso activo que había encadenado Van Aert, el belga irreductible, le hubieran dado el ‘punch’ suficiente como para plantarle cara y repetir la pelea vivida doce meses antes. Y luego estaba él, el británico con cara de niño –con los ojos y la nariz amoratados tras un accidente, seguramente embarazoso, del que entre risas no quiso dar muchos detalles–. Pidcock, el tercero en discordia, que este año, como ha venido sucediendo todo el invierno, compareció, pero no convenció.

A la fiesta de dos se unió Michael Vanthourenhout, campeón de Europa y un tipo que el sábado había corrido sobre la nieve y con temperaturas bajo cero en Bélgica. Un corredor que se había levantado a las cuatro de la mañana para subirse al avión, viajar a Benidorm y dar la campanada.

La locura se desató cuando el reloj marcó las 15:10 exactas. Pistoletazo de salida y todos, los 43 mejores especialistas del mundo, se zambulleron como un cohete en el parque de Foietes, con sus curvas imposibles y sus continuos cambios de superficie. Ahora hierba, ahora, un poco de barro (cosas de la lluvia del sábado); después, algo de asfalto; más tarde, gravilla y, para terminar, un tramito de escaleras.

De ahí, al Moralet. La zona boscosa. El bosque encantado. Allá donde cada acelerón, cada movimiento, cada acción de los Van Aert y Van der Poel, acompañados en cada momento de la carrera por algún invitado distinto, se celebraba con esos rugidos que aquí, en España, tan lejos de las campas belgas donde el ciclocross es religión, se acompañaba de un rugido que hasta la llegada de la Copa del Mundo de Benidorm-Costa Blanca parecía cosa exclusiva de los estadios de fútbol.

Pasaban las vueltas y se habían completado ya ocho de los nueve giros al circuito de tres kilómetros que volvió a deparar una de las mejores pruebas de toda la temporada. Y Van der Poel atacaba en la subida más dura del trazado. Y Van Aert respondía en las zonas más técnicas. Y Pidcock se daba el gusto de acelerar hacia la nada. Y Vanthourenthout, el madrugador, se soldaba a la rueda de unos y otros.

Y de repente todo el circuito, pendientes de las pantallas gigantes sus 16.000 almas, lanzó un grito que se pudo escuchar sin problemas en Hoogerheide, patria chica del campeón del mundo, cuando sus 1,84 metros de altura enjutados en un cuerpo de 75 kilos, se desparramaron por el suelo a la salida del arenero.

Lo vio Van Aert, que entendió que era ahora o nunca. Aceleró en la subida, como si esa rampa fuera el Mont Ventoux en aquella doble ascensión local del Tour. Reventó a Vanthourenhout y se marchó hacia la meta en solitario. Llegó a los tablones, siempre tan tramposos ellos, y se bajó de la bici. Para qué saltarlos si ya se trataba sólo de amarrar la victoria. Y la pierna derecha que, por lo que sea, no salva la altura del sillín. Y la bici que se cae hacia la derecha. Y él, que no suelta el manillar, que se va detrás. De repente, 1,90 de trotón belga, 78 kilos de peso, desparramados por el suelo. Y un grito, otro más, que hizo el viaje de ida y vuelta desde Benidorm hasta Herentals. Y Vanthourenthout, derrotado, que ve el cielo abierto y acelera. Pero Van Aert es, además de uno de los corredores más completos del pelotón internacional, el más cabezón de todos.

Le dolía la muñeca, pero ante la gloria no se siente el dolor y en la meta, como si nada hubiera sucedido, se levantó sobre sus pedales, brazos en alto, para celebrar no sólo su tercer (y último) triunfo invernal, sino, sobre todo, el primero (y último) sobre su némesis Van der Poel, que herido más en su orgullo que en el cuerpo, hubo de conformarse con la quinta plaza superado por Vanthourenthout, segundo y Thiabau Nys, tercero. Además, Eli Iserbyt, cuarto, dio un nuevo paso, casi definitivo, para asegurarse la victoria final en la Copa del Mundo.

Felipe Orts en la carrera de su vida

Felipe Orts, feliz, en la línea de meta | © Rafa Gómez

Felipe Orts, feliz, en la línea de meta | © Rafa Gómez

Y mientras todo esto sucedía, el vilero Felipe Orts, volvió a demostrar porqué merece ser considerado el mejor especialista invernal de todos los tiempos. Corrió inteligente, como siempre o, incluso, un poco más. Se soldó al grupo que perseguía a los líderes. El pequeño pelotón del que iba a acabar saliendo el tercer puesto del podio. Y aguantó como un titán los acelerones endiablados en la subida maldita. Y flotaba, excelso, sobre los obstáculos y trampas del circuito. Y guardaba fuerzas, asegurando el top10 y soñando con un top5.

Al final, lo intentó. Demarró. A ver si nadie se atrevía a seguirle. Pero eso era mucho esperar. Aquí, en el bosque de El Moralet, no hay tregua. Se le soldaron a rueda. A ese españolito que ya ha pisado podios míticos no se le puede dejar pasar ni media.

Al final, octavo, un puesto mejor que en 2023. En la carrera de su vida. “Mis compañeros de grupo me decían que se estaban quedando sordos de tanto escuchar ‘vamos Felipe’”, decía, con un muy mal disimulado punto de emoción en la voz y los ojos, en su caravana tras el final de la batalla.

Fuera, al otro lado de la valla, decenas de vileros ataviados con su uniforme oficial de pelucas y camisetas rojas, no podían aguantar más y como si del ‘salto de la verja’ en El Rocío, arrebataron al ciclista de los micrófonos de los medios y se fueron al cielo con él, manteándolo. Y él, feliz y orgulloso, se dejó hacer. Llegaba el momento de celebrar en casa con los suyos la que ha sido su mejor temporada de siempre. La carrera de su vida. Una concesión a la vida dentro de la existencia monacal del ciclista antes de volver a concentrarse, ya por última vez en este invierno, para redondearlo todo en el mundial de Tábor. Pero eso ya será dentro de dos semanas.

 
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