Sociedad

Muerte que da mucha vida

Un paseo por los rincones del cementerio de Zaragoza

Eustasio Morón, el hombre tranquilo del cementerio / Miguel Mena

Zaragoza

Mi sepultura favorita del cementerio de Torrero es la de Eustasio Morón. La que más me inquieta, la del doctor Palomar y familia. Desconozco quién fue Eustasio. No he encontrado ningún dato sobre él salvo los que figuran en la lápida, pero me gusta su retrato escultórico, de cuerpo entero, sentado sobre su propia tumba, con la cara apoyada en la mano como si cavilara. Transmite paz y también una cierta elegancia.

Niños sin ojos en la tumba del oftalmólogo Alejandro Palomar / Miguel Mena

Todo lo contrario me ocurre con el panteón del doctor Alejandro Palomar de la Torre. Sé que fue un prestigioso oftalmólogo y que tiene un parque con su nombre en Zaragoza. Seguro que cuando lo enterraron las esculturas que adornan su tumba completaban un conjunto armónico, pero el tiempo las ha deteriorado y ahora lo que se ve allí son las figuras de dos niños sin rostro. La erosión se ha cebado precisamente ahí, borrando cualquier rasgo de sus caras y creando una imagen que transmite inquietud y congoja. Quizá no quepa mayor contraste que dos niños sin ojos sobre la tumba de un oculista.

Angelitos blancos, angelitos negros / Miguel Mena

El arte funerario no siempre te permite descansar en paz. A veces da miedo, aunque en otras ocasiones puede arrancarte una sonrisa. Tiende a ser reiterativo, muy lastrado por la imaginería religiosa, a menudo recargado, a veces siniestro y en no pocas ocasiones un tanto hortera.

En el cementerio de Zaragoza hay grandes obras, por su monumentalidad y por la mano maestra de quien las firma, pero a veces conmueven más las pequeñas, las insólitas o las desfiguradas por el tiempo. Un Cristo del que solo asoman los pies, una virgen con la cara borrada, un fraile que ha perdido la cabeza, una esfinge que parece egipcia y también sumeria, el busto con cara de asombro del financiero Bruil, que también tiene parque en la ciudad, o esos nichos que en sus escasas dimensiones muestran un bajorrelieve, a veces sobrio y elegante, como el del pintor Mariano Barbasán, y a veces florido y folklórico, como los de dos mujeres desconocidas para mí, Ascensión Monterde y Milagrito Romaní; nombre este último que quizá sea real, pero sin duda suena a seudónimo de artista.

No es Eloísa quien está debajo del almendro / Miguel Mena

Hay una ruta artística y otra ruta histórica que permiten seguir el trazado de los principales monumentos y el de numerosos prohombres, y esto es casi literal porque la denominada Ruta de Personas Ilustres solo incluye a una mujer: la pianista Pilar Bayona.

Ruta de la vida entre la muerte

Me gustaría proponer otros recorridos. Por ejemplo, la ruta de los árboles y plantas que nacen sobre sepulturas. La ruta de la muerte que da mucha vida. El sueño de Bécquer en la “Carta III Desde mi celda”. Sin duda el más espectacular es el almendro que hay en la tumba de Juan Badía, especialmente vistoso en primavera, cuando el árbol en flor contrasta por su explosión de vida y color con el lugar donde hunde sus raíces, porque este almendro nace directamente sobre la cabeza del difunto. Incluso en otoño impresiona al observar que para ascender ha tenido que dividirse en dos gruesas ramas que salvan el cercado de forja que acota el enterramiento.

La crisis también llegó al más allá / Miguel Mena

Hay más: en la tumba de Raimundo Navarro crece una higuera que nace directamente de su costado, a los pies de Lorenzo Ibáñez crece una adelfa y justo en medio de donde descansa Lorenzo Bautista aparece una gran pita o agave americana. Hay otras cubiertas por la hiedra o con los nombres de los finados semiocultos tras una espesura de ramas.

Genio y figura hasta la sepultura / Miguel Mena

Morir antes de nacer / Miguel Mena

También podríamos trazar una pequeña ruta de la precariedad, de aquellas sepulturas que ni siquiera han podido costearse una lápida, en las que aparecen nombres escritos con brocha o rotulador, a veces incluso una foto pegada con cinta de embalar. Detalles que desmienten el dicho de que la muerte nos iguala a todos, porque no lejos de ellos podemos encontrar un gran mausoleo firmado por el arquitecto José Manuel Pérez Latorre, el mismo que diseñó edificios tan emblemáticos de Zaragoza como el Auditorio, el museo Pablo Serrano, el hotel Reino de Aragón o la sede de la CREA.

En realidad, un monumento funerario de ese lujo y esas dimensiones no dice gran cosa de quienes lo encargaron. Tan solo que son ricos y aspiran a seguir siéndolo después de muertos. Hay tumbas mucho más humildes que transmiten mucho más al paseante, en especial aquellas que apenas conservan otra cosa que una pequeña foto de sus ocupantes. A veces se han borrado los nombres y las fechas, pero allí sigue ese rostro de mujer que te mira con toda la belleza de una juventud truncada, ese hombre circunspecto hasta la muerte o aquel otro retratado con su boina para toda la eternidad. Esos rostros dicen más de una vida que todos los mármoles y bronces de los mausoleos.

Lo que muy pocos dejan para el recuerdo es un epitafio, una frase, una sentencia, un aforismo. Apenas se ven en el cementerio de Torrero. Son muy escasos.

“Si se calla el cantor, calla la vida” (Horacio Guarany) / Miguel Mena

Comparten su rareza con otros detalles que vas encontrando aquí y allá: chapa mortuorias desprendidas de sus tumbas que andan perdidas por el suelo, curiosas combinaciones de apellidos que parecen juegos de palabras, tumbas retorcidas, tumbas de nonatos, tumbas medio abiertas, tumbas que ofrecen cobijo a los gatos. Por encontrar hasta he hallado una tumba que no puede por menos que conmover a un locutor de radio: una sepultura que solo tiene iniciales, arriba D.O.M. y abajo F.M. Como si anunciara que es una estación De Onda Media y Frecuencia Modulada.

Dos amigos

No quiero salir de este lugar sin visitar antes el sitio donde reposan dos personas a las que quise y admiré, y que murieron demasiado jóvenes.

El escritor Félix Romeo, mi amigo del alma, descansa en un nicho muy cerca del tanatorio. En su lápida figuran los títulos de cuatro de sus libros, pero faltan dos publicados tras su muerte que anoto aquí para completar su recuerdo: “Todos los besos del mundo” y “Por qué escribo”.

El cantante Mauricio Aznar, guitarra y voz de los inolvidables Más Birras, yace en el pequeño cementerio alemán, nacionalidad de origen de su madre. A este cementerio se accede por un lateral, cerca de los puestos de flores, pero solo puede visitarse en compañía de la persona que custodia sus llaves. Mauricio reposa junto a sus abuelos y su hermano Pedro, fallecido dos semanas antes que él. Bajo el nombre del rocker que evolucionó hacia milonga, se lee esta frase: “Porque quiso cantar, cantó”. Y de entre todas sus canciones me viene a la memoria la letra de una que después versionaron los Héroes del Silencio: “Ya no puedo darte el corazón / iré donde quieran mis botas / y si quieres que te diga qué hay que hacer / te diré que apuestes por mi derrota”.

 
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