Como silenciosos vigías del paisaje
Más de 2.000 peirones jalonan el territorio aragonés, catalogados uno a uno por el matrimonio Taulés-Margalé
Zaragoza
Los peirones, también conocidos como pairones o pilones, están presentes por todo Aragón. Son un patrimonio humilde, disperso, a menudo menospreciado y sin ninguna protección, pero aunque no sean joyas arquitectónicas tienen un encanto especial y son muy característicos del medio rural aragonés.
Tenían varias funciones. Como cruces de término, marcando los caminos en las salidas de los pueblos; como orientadores de los caminantes, en particular aquellos que en lo alto tenían una lámpara de aceite que permanecía encendida durante la noche para guiar a los caminantes, a la manera de pequeños faros de tierra adentro; como símbolos de protección divina, con sus vírgenes, sus cristos y sus santos alojados en las hornacinas. En algunos casos también servían como punto de encuentro o para conmemorar algún acontecimiento.
La documentalista Irene Taulés y su marido, el cosmocartógrafo Rafael Margalé, llevan dieciséis años inventariando todos los peirones de Aragón. Uno por uno, con ficha completa de todos ellos y ubicación en el mapa con las coordenadas exactas. Una tarea ingente que en este momento no patrocina nadie y solo su entusiasmo la mantiene en pie. Han catalogado más de dos mil peirones y aún les falta la Ribagorza y el sur de Teruel para completar su trabajo.
Precisamente en Teruel, en la localidad de Huesa del Común, se halla el peirón más alto de Aragón, el de San Miguel, con casi ocho metros de altura y varios siglos de historia, un peirón en grave peligro de desplomarse por el deterioro que ha sufrido en su base debido a las inclemencias del tiempo y a una poco eficaz conservación. Otros ya han caído por desidia, pero aún quedan cientos de ellos que resisten a lo largo de las tres provincias, a la vuelta de un recodo o sobre una loma, testigos mudos de un entorno que ha cambiado mucho menos que las costumbres sociales.