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Sociedad
El estilita, el blog de Abel Peña

Meterse en harina

A Coruña

A día de hoy, no sé si demostré firmeza de carácter o si me comporté como un cretino. Desde luego, era algo trivial, que podía haber dejado pasar perfectamente pero, por alguna razón, no lo hice. Fue hace tres semanas. Acababa de salir del aparcamiento de Los Cantones de cubrir la inundación que habían provocado las lluvias. El cielo seguía de un gris plomizo pero había dejado de llover y, como solo había tenido tiempo de tomar un café antes de abandonar mi casa, decidí dirigirme a la pastelería más próxima. Puede que hubiera una docena de personas, casi todas mujeres de cierta edad, agolpándose ante los mostradores de madera. Sobre la pared había un marcador digital en el que se podía leer 64, así que recorrí el lugar con la mirada, encontré el expendedor de número y cogí el mío, que resultó ser el 66. No había cola, pero me acerqué hacia el grupo pegado al mostrador y me situé detrás de una mujer con media melena oscura, pequeña, que debía rondar la sesentena.

Pasó un rato y el letrero cambió el número a 65. Entonces la mujer lo miró, se giró y echó un vistazo hacia atrás. O sea, a mí. Luego observó el expendedor de números y otra vez a mí. Supe lo que iba a decir antes de que abriera la boca.

-¿Tú tienes número?

Asentí.

-Yo no cogí.

Enarqué las cejas en un gesto con el que quería mostrar mi asombro y mi contrariedad. No pareció muy impresionada por mi demostración de empatía, porque se volvió de nuevo hacia el mostrador, sin hacer el menor ademán de ir a buscar el ticket que sabía que necesitaba para hacer su pedido. No hacia falta ser Sandro Rey para darse cuenta de lo que iba a pasar. La pastelera diría mi número, ella me preguntaría si no me importaba que… Y yo me portaría como un buen chico y diría …

De repente, sentí un ramalazo de rebeldía. La forma en la que se comportaba esa mujer, como si aquella pastelería fuera su sala de estar, me hizo comprender que era una maruja. De hecho, toda la tienda estaba llena de ellas. Y yo nunca me he sentido a gusto con esas mujeres de mediana edad, de mentalidad convencional forjada a base de televisión y revistas, dueñas y señoras de unas casas, donde han instaurado la clase de tiranía que el dictador de un pais solo puede mantener cuando le respalda un ejército y tipos con pocos escrúpulos que se llevan a los disidentes a dar paseos de noche. Lo peor es que, fuera de sus casas, las marujas tienden a abordar de la misma manera a todo el mundo, sobre todo a los jóvenes, como una confianza y una autoridad que yo, que nunca he tenido ninguna de las dos cosas, encuentro alarmante. E irritante.

Así que me ajusté mentalmente la coquilla y me preparé para el combate, estimulado por un estómago que burbujeaba con el hambre y la cafeína y por el deseo de vengar a toda persona con título superior que se afeita (ya sea la cara o las piernas) desde hace años y que ha tenido que soportar los condescendientes consejos de esta clase de señoras sobre cómo vivir su vida. Justo a tiempo: dijeron mi número y ella avanzó a la dependienta, a la que obviamente conocía por su nombre de pila, y me miró por encima del hombro para formular una pregunta que solo era de trámite.

-No te importa que vaya yo primero ¿Verdad?

Me oí a mi mismo responderle como si fuera un extraño. Empleé un tono neutro, casual, el que se utiliza para hacer una observación sobre el tiempo.

-Si no le importa, hoy vamos a seguir las normas. Me toca a mí.

Su expresión mostró un segundo del desconcierto. No puedo decir si sintió vergüenza por haberla puesto en evidencia porque, casi inmediatamente, la indignación contra mí la dominó.

-Claro, claro, porque la norma es la ley.-fue todo lo que se le ocurrió decir.

-Naturalmente.-coincidí en tono amable.

El grupo se agitó, percibiendo la amenaza a una de sus miembros. Todas miraron con recelo al matón que estaba avasallando a una de las suyas. Pero la mayoría no sabía cómo reaccionar. Me observaron desconcertadas buscando piercings, tatuajes, rastas o una cabeza rapada. Cualquier cosa que les permitiera tacharme de gamberro. Pero yo ni siquiera vestía de negro, y hacía media hora que me había duchado. Tampoco sabían de quién era hijo, así que no tenía ninguna forma de presionarme. Estaban indefensas. Entonces una mujer de pelo muy corto y gris y gafas enormes, al que un imperdonable descuido de la naturaleza había privado de barbilla, dio un paso al frente.

-Ella estaba primero.-alegó ante las dependientas, que fingían que no estaba pasando nada para no tener que mediar en una disputa entre clientes que alteraría la paz de su edulcorado mundo de harina y azúcar

-Pero no se trata de quién está primero, sino de quién tiene el número por el que llaman.-y levanté el ticket, al tiempo que pedía una rosquilla de chocolate a la dependienta.

Mientras me servían, mi archienemiga tomó una determinación: fue hacia atrás, arrancó un ticket con desprecio, como si fuera un gesto fútil, un trámite absurdo por el que pasaba solo para complacerme, y lo colocó sobre el mostrador.

-Ya está –le dijo a la dependienta.- Tengo el 71.

Entonces salió una voz al fondo.

-Tengo el 68.

La mujer pareció desconcertarse, como si se hubiera dado cuenta de que coger el ticket en una tienda no era una manía personal mía. Tenía que haberlo dejado ahí, habría sido mucho más elegante. Pero estaba ganando, y eso no ocurre casi nunca. Así que pestañée, sonreí, y le dije:

-¿Ve lo que ocurre cuando no se respetan las normas?

La dejé farfullando incoherencias sobre los jóvenes que han perdido los modales, y las drogas, e internet. Yo me comí la rosquilla antes de haber dado diez pasos, que me supo mucho más dulce de lo que suele ser el chocolate, y no pude evitar sonreír pensando que nunca había visto a alguien tan amargado en una pastelería.

 

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