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Sociedad | Actualidad
El Estilita, por Abel Peña

Fumeque

A Coruña

Suele ocurrir que las decisiones que se toman por el bien común a veces tienen indeseables efectos secundarios. El ejemplo perfecto es la ley antitabaco. Antes de que se implantara, hace ya cinco años, la gente vivía en una perpertua neblina nociva compuesta a partes iguales de gas cianuro, alquitrán y nicotina, y el Ministerio de Sanidad estaba convencido de que serviría para salvar la vida a cientos de personas y para ahorrar dinero a miles lo que, en un momento en el que la crisis económica golpeaba duro, era sin duda una prioridad. Por mi parte, tengo que reconocer que en un primer momento acogí la noticia con indeferencia: no le he dado al fumeque en mi vida, pero tampoco me molesta el humo, así que pensé que aquello no iba conmigo.

Pero nadie había calculado qué consecuencia tendría eliminar lo más parecido a un ambientador que existe en pubs, salas de fiestas y after-hours donde llegan a hacinarse docenas de personas porque en un país en el que la mayor parte de la gente se ducha a diario y el uso del desodorante está bastante extendido, no parecía relevante. Pero el problema no está a flor de piel, sino en el interior de todos nosotros, y tiene muy poco que ver con flores, aunque la sociedad todavía se niega a enfrentarse a este problema y a debatirlo públicamente.

Pero cada vez que salgo a tomarme una copa, ocurre lo mismo: la gente está bailando al ritmo de una canción pop o gritándose al oído tratando de mantener una conversación y, de repente, se produce una especie de ruptura, una pausa fugaz, como si el dj hubiera detenido la música un momento. Solo dura una décima de segundo y luego la gente sigue como si tal cosa, pero un observador atento puede distinguir sutiles cambios en el lenguaje corporal de los que le rodean. Los pies siguen moviéndose, pero ahora ya no se trata de pasos de baile, sino de huir disimuladamente. Las cabezas aún se agitan, pero no al ritmo de la música, sino buscando una bocanada de aire fresco y las miradas siguen entrecruzándose, pero ahora ya no con alegría ni complicidad, sino buscando un sospechoso. Y al mismo tiempo, todo el mundo trata de fingir que no ha ocurrido nada, que todo va guay, que la música le mola mazo, y que el sitio en el que están es lo más.

Aunque todo depende de la cantidad de metano, claro. Una vez me encontraba en un local abarrotado, a las cinco de la madrugada, sorbiendo una cerveza distraído y pensando en si debería irme a casa cuando un colega me miró con sorpresa, como si me hubieran salido cuernos y rabo. Yo le sonreí confuso cuando de repente llegó hasta mi nariz un olor nauseabundo, como si hubiera esnifado por una de las chimeneas de la refinería de Nostián. Miré a mi espalda y descubrí que, donde hacía un segundo no había ni un espacio libre, de repente se había abierto un círculo perfecto de un metro de radio y ante la dificultad avanzar más, algunos se subían encima de los otros, desesperados. Juro que una chica que se encontraba contra la pared trató de subirse a la repisa, apartando botellas y vasos de tubo.

No hay ninguna solución fácil para este problema. Demasiada gente recurre a comerse un chuletón o un solomillo para aguantar mejor el alcohol o le gusta experimentar nuevos sabores comiendo en restaurantes paquistaníes, hindús, tailandeses o cualquier otro país donde le echan a todo arroz y demasiadas especias antes meterse en los garitos dispuestos a ponerse ciegos a cubatas y cerveza. Esa mezcla tiene que salir por algún sitio y la prueba es esa gente que lanza una bocana de humo invisible al aire, tratando de disimular y evitar el contacto visual. He visto a chicas preciosas, a la que hasta hacía un segundo miraba de reojo el escote, emitir vaharadas de lo que parecía un vertido industrial y dejándome pensando que aquello debía ser como tirarse una bombona de butano.

Es un problema que no se va a resolver con una nueva ley, aunque quizá sí el protocolo de Kyoto. La gente no va a dejar de comer platos especiados, ni alcohol, por supuesto, ni aguantarse hasta llegar a un baño para el que, de todos modos, hay que guardar una cola de quince minutos oliendo la orina reseca que sale del cuarto cada vez que se abre la puerta. Lo que quiero decir es que, después de cinco años, estoy dispuesto a considerar los cigarrillos no tanto como portadores de una enfermedad pulmonar como una sucedáneo de mala calidad de las varitas de incienso.

 

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