Ángeles sin alas

Ciudad Real
El cruce casual con un antiguo compañero de trabajo me despertó recuerdos de los innumerables servicios y las muchas y variadas vivencias que nos acontecieron, hace más de treinta años, en la entonces Brigada de Investigación Criminal, de la Comisaría de Ciudad Real. Me vino a la memoria una actuación de vital importancia, aunque de ignorado reconocimiento y nula trascendencia social como muchas de las que, a diario, realizan policías, guardias civiles, bomberos, sanitarios y otros colectivos profesionales de servicio.
Ocurrió una mañana de verano, a finales de los años setenta, en una popular barriada de Ciudad Real. Mi compañero y yo estábamos al acecho de un delincuente cuando nos sorprendió la presencia de un niño andando a gatas por los tejados. Se trataba de un bebé de apenas un año desplazándose enérgicamente y a punto de llegar al borde. Según averiguamos después, él solo, gateando escalones, fue capaz de subir a la azotea de la casa desde la que se encaramó al tejado, sin que su madre, que estaba en la vivienda, se percatase de ello.
Tan singular incidencia no dejaba espacio para la perplejidad y mucho menos para la reflexión. Teníamos que actuar de inmediato para auxiliar a la criatura. Estábamos a varias decenas de metros de distancia de la casa y echamos a correr desesperadamente hacia ella. Los segundos que tardamos en llegar se nos hicieron eternos y no pudimos evitar que el niño cayera al vacío. Pero, quiso Dios que impidiésemos su más que probable muerte. Mi compañero, que ese día más que correr voló, llegó a tiempo y acertó a cogerle entre sus brazos antes que su cuerpecito golpease contra el suelo.
Nadie en la calle presenció el suceso y ni siquiera la madre, ajena al mismo, se mostró agradecida cuando le entregamos a su hijo sano y salvo. Aun con los nervios a flor de piel, continuamos nuestro servicio y no recuerdo si al final localizamos al ladrón que estábamos buscando. Lo que no he olvidado es que tan providencial acción no trascendió más allá del círculo profesional próximo ni fue objeto de otra recompensa que la que te otorga tu propia conciencia.
Actuaciones de esta naturaleza se repiten a diario en nuestro entorno y detrás de ellas siempre hay héroes anónimos que, como mi compañero Miguel, salvan vidas, sin otro reconocimiento que la satisfacción del deber cumplido. A ellos, con mi más sincera admiración, quiero dedicar estas breves líneas que ojalá sirvan para estimular la confianza de lectores y oyentes en sus abnegados servidores públicos.
¡Quiera Dios que estos ángeles sin alas anden siempre entre nosotros!
Emilio Durán




