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Sociedad
El Estilita, por Abel Peña

¡Ay, Marcelo!

A Coruña

La decisión de nuestro insigne alcalde de no permitir que los policías locales y los voluntarios de Protección Civil participen en los pasos de Semana Santa ha vuelto a poner de actualidad el debate sobre la separación de la Iglesia y el Estado. Al parecer, nadie sabía que el Ayuntamiento les pagaba horas extras para poder participar en la festividad, pero creo que la decisión municipal servirá, más que para desincentivar a voluntarios y policías de compartir el misterio de la muerte y pasión de Jesucrito, para permitirles demostrar que su fe es motivación suficiente para acudir a una procesión en vez de quedarse en la cama hasta tarde. Tengo que confesar que yo no iría a una procesión de Semana Santa ni aunque me pagaran. Ya he mencionado en más de una ocasión que mi posición como ateo es más beligerante de lo normal: considero que la religión es algo intrínsecamente malo, porque tiende a alienar al ser humano imponiendo unos dogmas revelados por un Dios que tiene la manía de aparecérsele a sus profetas cuando nadie está mirando. No es que crea que la religión sea algo de idiotas. Conozco a gente muy inteligente que son católicos declarados, pero me resulta un enigma entender porqué se aferran a la idea de Dios personas que viven en un mundo en el que hay antibióticos y física cuántica.

Pero las viejas costumbres tardan en morir, quizá porque a la gente le gustan las tradiciones. Por ejemplo, seguimos viviendo bajo una monarquía, y el hecho de que sea constitucional en vez de derecho divino no consigue que la idea de un cargo público que se transmite de forma hereditaria sea menos absurda.Y la Iglesia sigue teniendo una gran cantidad de poder gracias al Concordato con la Santa Sede, que le permite, entre otras cosas, educar a una gran cantidad de la población infantil en la idea de que un ser superior los vigila cuando se están tocando. En los formularios de los impuestos sigue habiendo una casilla para desviar fondos públicos al Vaticano lo que, hay que reconocer, es todo un progreso con respecto a esperar la llegada del recaudador del diezmo para entregarle un saco de cebada.

De hecho, todo esto me resulta tan incomprensible que, a veces, sopeso la idea de que existe una conspiración por parte de una especie de sociedad secreta que controla nuestros destinos y a la que pertenecen los hombres más poderosos, que se reúnen para realizar arcaicos rituales en siniestros templos. Y, técnicamente, existe, y se llama Opus Dei. Reconozco que es un poco triste que te gobierne y manipule tu vida unos individuos que usan el agua bendita como si fuera aftershave, y no algo que mole como los Illuminati, pero es así. La mitad de los más importantes cargos del Gobierno, la banca y los negocios, están en manos de individuos que han heredado el poder y la riqueza de sus antepasados junto con la firme creencia de que Cristo ama a los pobres y que los humildes heredarán la tierra.

La prueba definitiva la aportó uno de los miembros más prominentes de esta sociedad no tan secreta es el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz. Este individuo con cara de triste aseguró públicamente en una entrevista a un periodista de la Vanguardia que tenía un ángel de la guardia y él le respondió que también tenía uno "Marcelo, llamo al mío. Me ayuda en pequeñas cosas, como aparcar el coche. Y también en las grandes, siempre ayuda". Por supuesto, la revelación del ministro trajo la rechifla general en internet. Pero nada más. Si hubiera asegurado que tenía un unicornio rosa invisible o que debajo de su cama vivía el hombre del saco o que le habían abducido los extraterrestres (en los que, por cierto, aseguró no creer), se lo habrían llevado unos tipos duros con trajes y gafas de sol y una semana más tarde se haría público un comunicado informando que el señor Fernández Díaz ha decidido abandonar la vida pública por motivos personales para cuidar de su familia. Pero como Marcelo es una figura de la mitología cristiana, el ministro pasó de sufrir una manía esquizoide a convertirse en un hombre de profunda religiosidad.

El problema es que esa religiosidad afecta a sus decisiones como ministro. Ya ha irritado a muchos policías con su manía de condecorar a la Virgen María (en realidad, a cofradías como la de Jesús el Rico) con medallas destinadas a premiar actos de valor y heroísmo de las fuerzas de seguridad. Una decisión que avaló la Audiencia Nacional. Hace poco me lo recordaba un policía, indignado al saber que sus jefes, que no salen de sus despachos, serán condecorados con medallas con el distintivo rojo, que normalmente se reservan a quienes han arriesgado su vida en acto de servicio. Yo sugerí que, para fastidiarles, solicitara Fernández Díaz que entregara esas medallas a la madre de Dios dado que, técnicamente, ella había derramado más sangre que ellos en el ejercicio de su cargo, aunque solo fuera una vez. Se río de buena gana, pero no se mostró muy convencido. Así que le hice otra propuesta: dado que el patrón de la Policía Nacional son los Ángeles Custodios, podría sugerir que se entreguen las condecoraciones a Marcelo. A fin de cuentas, en su calidad de asesor de Fernández Díaz, ha hecho mucho más por la seguridad del Estado que la Madre de Dios.

 

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