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Están en la intemperie

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Córdoba

Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos estado al raso. Estar y quedar a la intemperie no es lo mismo. Estar a la intemperie designa un ambiente atmosférico en el que las personas están sin protección, sin refugio, abandonadas. A las faldas del monte Qassium se encuentra el barrio de Al Sahilyya. Este barrio se ubica al norte de la ciudad de Damasco, la denominada ciudad del jazmín.

Por la noche, desde el monte, la ciudad parece un mar de luciérnagas. Hasta la fecha no se ha podido borrar la huella de sus múltiples ocupantes: babilonios, asirios, nabateos, seléucidas, persas, griegos, romanos, bizantinos, turcos y árabes. La memoria también aporta un rastro de sus pobladores judíos, cristianos y musulmanes. Aunque lo verdaderamente autóctono son el jazmín y el olivo. Así ha sido hasta hoy.

En esta ciudad murió el Sheikh al Akbar, Abu Bakr Muhammad ibn Ali Ibn Arabi (Murcia 1165, Damasco 1241), el sabio andalusí y murciano. Su tumba se encuentra aquí. Durante siglos miles de peregrinos le rinden tributo y buscan consuelo en este pequeño espacio. Ibn Arabi continúa representando al sabio que profesa una apasionada creencia en la religión del amor. Ibn Arabi es extremadamente riguroso en su pensamiento y, sin embargo, escribe que “el rigor no debe conducir nunca a la violencia y al crimen, sino a la comprensión y misericordia”. Nuestro sabio fue un migrante permanente. Sevilla, Córdoba, Almería, Fez, Túnez, la Marsa, el Cairo, Jerusalén, la Meca, Konya, Alepo y Damasco conforman una geografía de conocimiento. Viajar siempre debería ser sinónimo de conocer. En algunos lugares su estancia fue digna, en otros se vio forzado a salir (en el Cairo la presión de los “expertos de la ley”, alfaquíes, provocó su prematura huida). En Damasco encuentra una muerte tranquila. Ibn Arabi encontró refugio en Damasco. El refugio que hoy no encuentran hombres y mujeres de este hermoso país.

En Siria solo los olivos están en su lugar. Ahora en Siria los mercaderes de la guerra (camuflados bajo la aparente legalidad del Estado o bajo la supuesta legitimidad de las creencias fanáticas o bajo el claro interés geopolítico de sus vecinos o bajo la tramposa preocupación geoestratégica de los denominados aliados) son los únicos, junto a los olivos, que se mueven con libertad por este solar desolado.

Cerca de cinco millones de hombres, mujeres, ancianos y niños han huido fuera del país. Seis millones han abandonado sus casas y sus ciudades y deambulan por un país en llamas. Trescientos mil han logrado cruzar un mar Mediterráneo en el deseo de encontrar refugio, en la Europa de la libertad, del derecho y de los derechos. Todos, los que huyeron, los que se desplazaron y los que buscaban acogida, se encuentran a la intemperie. No tienen a ningún sabio que los compadezca y les ofrezca refugio. Nuestro Ibn Arabi solo dispone de una pequeña tumba incapaz de cobijar y dar refugio a tantas criaturas. Es su pensamiento el que debería convertirse en una gran lona en la que refugiarnos del horror y la destrucción. Mientras que eso tarda en suceder deberíamos conformarnos con exigir el cumplimiento, estricto y riguroso, del derecho internacional que establece la obligación de acoger y dar refugio a quienes huyen del horror y la prohibición de devolverlos al lugar del horror. No se trata de creer en la “religión del amor”de Ibn Arabi. Es más sencillo: se trata de cumplir con la ley que establece que lo contrario del abandono es el refugio.

 

 

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