La máscara de la verdad
A Coruña
Había decidido olvidarme de todo el asunto cuando, en mi errática ronda digital en busca de noticias, descubrí una columna de Ana Pastor hablando de ello. Llevaba por título “Un refugio” y en ella se hacía eco de la historia de dos hermanos kurdos de 10 y 8 años que se encuentran en un campo de refugiados griego: “Los pequeños padecen una enfermedad congénita en el hígado y necesitan con urgencia un tratamiento que es imposible de llevar a cabo donde viven ahora, en un lugar tan poco apropiado para dos niños, sanos o enfermos. La oenegé Aire, de un equipo de bomberos de Arteixo (A Coruña), se ha propuesto sacarlos de allí y retar así a una fecha fatídica que dice que Mudafar y Ahmed están cerca de la muerte”.
Resulta que yo había estado en la rueda de prensa de Aire, semanas atrás, cuando los bomberos coruñeses (y no solo de Arteixo) nos reunieron a los medios de comunicación en el parque para dar a conocer la triste historia de los dos pequeños y conseguir suficientes firmas como para que el Gobierno autorizara la entrada en el país de toda la familia, para que puedan recibir el tratamiento que necesitan. En la mesa, además de los miembros de la ONG, se encontraban la concejala de Igualdad, Rocío Fraga, representante de un Ayuntamiento que había declarado que A Coruña es una “ciudad refugio” y Jesús Caramés Bouzán, jefe del servicio de Cirugía Pediátrica del Complexo Hospitalario Universitario. Tras una breve presentación de la ONG y de la labor que desarrollan en el campo de refugiados de Katsikas, “duermen sobre rocas y se empapan cuando llueve”, denunciaron.
Había que tener un corazón duro como el colchón de los niños para que su tragedia no te conmoviera. Entonces tomó la palabra Bouzán, para detallar el grave estado de los menores. Ambos tenían el hígado hinchado, cirrótico, lo que les provoca picores y una desnutrición aguda. El mayor estaba tan mal que probablemente necesitaría un trasplante. Por si fuera poco, tenían la densidad ósea de un bebé y padecían un importante retraso psicomotriz. Anoté todo aquello y, entonces, Bouzán añadió: “la enfermedad se debe a un alto grado de consanguineidad”. Recuerdo que levanté la cabeza de mi bloc de apuntes y miré al médico y luego a mis colegas de la prensa. Todos miraban al doctor sin pestañear. Por un momento, creí que había oído mal. Cuando acabaron de hablar, se hicieron muchas preguntas (Fraga aclaró que el Ayuntamiento tenía lista ya la casa y todo lo necesario para pagar los gastos de la familia kurda) pero ninguna era la que yo tenía en mente (y que tampoco me atreví a hacer). Sin embargo, la ONG envió un dossier con información médica que me confirmó que los padres de Mudafar y Ahmed eran primos segundos, igual que sus abuelos. O sea, que sus numerosas y graves enfermedades eran fruto de la endogamia.
Me pareció una información interesante y la incluí en mi artículo. Fui el único: no apareció en ningún otro periódico, ni se mencionó en ninguna radio, que yo sepa, igual que no lo incluyó en su columna de opinión Ana Pastor, conocida por su compromiso con los refugiados. Supongo que la razón es que hacía la historia menos atractiva: todos querían apelar a la empatía del público y mencionar que los dos niños eran fruto del incesto habría empañado su imagen. Por supuesto, el hecho de que sus padres sean primos no hace que merezcan menos ayuda que si tuvieran menos cromosomas repetidos, pero reduce mucho las expectativas: aunque Mudafar y Ahmed viajen hasta A Coruña y reciban el tratamiento que necesitan, nunca crecerán para ser médicos o abogados. Siempre padecerán una salud delicada, fruto de su problema congénito, y su retraso psicomotriz les supondrá una barrera casi insalvable en la vida.
Sus padres, una pareja que se ha criado en un lugar tan atrasado que la endogamia se considera aceptable, tampoco podrán proporcionarles un futuro mejor. Otro detalle que salió a la luz durante la rueda de prensa (y del que tampoco se hizo mucho eco) es que el padre nació con membranas interdigitales pero que se las cortaron para que pudiera disparar un Kalashnikov contra ISIS. En un enfrentamiento en un lugar perdido de Irak, exterminaron a su batallón y a él le alcanzaron en la espalda, de manera que hoy en día se mueve con muletas y lleva un collarín. No. No hay un final feliz para Mudafar y Ahmed, solo un final menos trágico, lo que desluce la historia y puede enfriar el entusiasmo del público. Por eso es mejor obviarlo.
Esto ocurre a veces, cuando un periodista se deja reclutar para una causa, en vez de limitarse a contar la noticia de la forma más interesante posible. Por ejemplo: recientemente tuvo una gran repercusión la historia de un joven delincuente rehabilitado que tenía que ir a la cárcel por haber robado hace seis años 79 euros con una tarjeta falsa, un pecado de juventud, una tontería de adolescente por la que ahora tendría que pagar un precio demasiado alto, mientras que España está llena de banqueros que han robado a manos llenas, etc. Todo el mundo se golpeó el pecho mientras las televisiones mostraban al joven arrepentido rodeado de su llorosa familia asegurando que le habían engañado y que no sabía que la tarjeta era falsa. Pero resulta que el joven en cuestión formaba parte de una banda de falsificadores y la Policía Nacional encontró material para falsificar en su domicilio. Todos lo sabían, pero una vez alguien sacó la noticia con el titular, el resto se subió al tren y decidió no mencionar la parte de la historia que la hacía más turbia.
Pero también hay ejemplos de periodismo riguroso. Leí hace poco la historia de un homosexual al que unos individuos le pegaron una paliza en Chueca. La firma Pablo Mediavilla, y consiste en una entrevista a la víctima: “Me pegaron por ser yo”, reza el titular. En principio, todo parece muy claro: una agresión homófoba es algo inadmisible pero, como suele ocurrir, los detalles se convierten en aristas que hacen menos redonda la historia: el homosexual en cuestión es relaciones públicas de cinco discotecas del barrio gay de Madrid, y sale a la calle vestido con un corsé y una máscara de goma. Se hace llamar Lady von Trash. En la foto que acompaña el artículo puede vérsele fumando un cigarrillo en la calle, como si estuviera tomándose un descanso después de una dura sesión de azotes y perforar pezones en una mazmorra.
De la misma manera que los niños kurdos no merecen menos ayuda por el hecho de sus padres sean primos, los agresores del relaciones públicas no merecen un castigo menor porque su víctima vistiera de una forma… chocante. Sin embargo, no es lo mismo decir “paseaba de la mano de mi novio cuando nos atacaron unos neonazis” que “soy un tipo que se hace llamar Lady von Trash y mi trabajo consiste en abordar a la gente en la calle vestido como un depravado”. Mediavilla lo sabía. Podía haberle sacado una foto vestido de calle, con un aspecto más normal, menos polémico, pero no lo hizo. Ahora habrá quienes digan que no se puede salir a la calle así, incluso que se lo merecía. La noticia no tendrá tanto eco. Da igual. Mediavilla dejó la máscara de la víctima puesta porque lo contrario habría sido maquillar la historia.




