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Sociedad
85 Aniversario Radio Valencia

Breiko Breiko

Relato de Edu Almiñana

Patricia Bolinches

Valencia

Hablar con Stanislaw le estaba suponiendo un inmenso alivio. Desde que escapó de su prisión no se había cruzado una palabra con nadie, ni una sola. Haber hecho contacto con aquel hombre le hacía sentirse vivo de nuevo, las conversaciones que mantenían eran como un balón de oxígeno, la esperanza de poder volver a empezar, quizás, algún día. El equipo de radio abandonado que había encontrado en mitad del hielo tenía que ser una señal.

 Habían pasado más de once años pero sin duda seguirían buscándolo. La gente de la que había escapado nunca dejaba ningún cabo suelto si podía evitarlo, y sabía que ahora mismo andarían peinando el globo entero tratando de recuperarlo. En la sombra, sin hacer ruido. Seguirían tras él todo el tiempo que fuese necesario hasta localizarlo y llevarlo de vuelta a su confinamiento. Pero no pensaba regresar a sus celdas, eso no volvería a ocurrir. Tras dejar un sinfín de pistas falsas en la red y fuera de ella, se escondió. Primero se refugió en las alturas, en un lugar peligroso y majestuoso, una región por encima de la zona de la muerte en una monstruosa cordillera a la que se accedía a través de un paso repleto de seracs amenazantes, en la que los aludes eran tan frecuentes como los huracanes en su tierra natal. Allí fue un copo de nieve en mitad de la blancura perpetua. Solo salía de su cueva -en realidad poco más que una grieta- de noche, un poco antes de la salida del Sol, y desde un balcón de roca en la cima del mundo, contemplaba los amaneceres más bellos que nadie pudiese imaginar. Así pasó los primeros tres años.

 Después vino la deriva. Cambió la montaña por el agua, se dedicó a vagar por océanos y mares, de una manera o de otra. A veces se agarraba al casco de un barco y se dejaba llevar. Por entonces la soledad ya comenzaba a pesar demasiado y el miedo a ser descubierto había retrocedido un poco, dejando algo de terreno al atrevimiento. A veces trepaba hasta encontrarse cerca de la cubierta y escuchaba las conversaciones de la tripulación, de los pasajeros, de los pescadores e incluso de otros polizones como él. No podía verlos, pero oía sus susurros saliendo de la bodega o de un contenedor. Muchos nunca llegaban a su destino. Algunas de estas travesías se alargaban más de lo previsto, y sus cuerpos se marchitaban a solas en pequeños habitáculos que no querían abandonar bajo ningún concepto. Otros quedaban atrapados. Otros eran arrojados por la borda. A otros les pasaban cosas peores. Bajo determinadas circunstancias, los hombres pueden llegar a perpetrar atrocidades difíciles de creer, solo hace falta para ello que no existan testigos, solo cómplices. Si nunca intervino ante estas situaciones fue porque el recuerdo de la celda le paralizaba. Podía permitirse jugar a mirar por el ojo de la cerradura, pero nunca exponerse. Ellos seguían acechándole.

 Cuando llegaba a puertos lo suficientemente aislados se establecía una temporada. Tromelin, las Islas Shetland del Sur; hizo de algunas de las islas más recónditas e inhóspitas del planeta su hogar. Las condiciones de vida eran extremas y la mayoría de ellas estaban deshabitadas. Era auténticos infiernos emergiendo entre el oleaje a los que nadie quería acercarse. Así pasó los ocho años siguientes. Hasta que llegó a la Antártida.

 El sexto continente todavía conservaba el pulso de la tierra salvaje, la hostilidad apacible de los territorios sin domesticar, el silencio sobrecogedor previo a la civilización. Cerca de un campamento abandonado a toda prisa por una expedición dio con un equipo de radio que milagrosamente seguía en buen estado, sepultado bajo los cadáveres de los miembros de la expedición que no pudieron huir a tiempo de lo que fuera que huyesen. Cargó con todo y buscó un punto en mitad de la nada con tan poco interés que nadie reparase en él; allí cavó un agujero que luego fue un túnel que descendía cinco metros bajo la superficie, y al final de él, retiró hielo hasta hacer una pequeña estancia. A continuación instaló el equipo de radio, que por suerte funcionaba con una dinamo. Sacó la antena lo justo para que apenas se viese y comenzó a rastrear el espectro de radiofrecuencia. Buscó incansablemente día y noche, ininterrumpidamente. Por fin, después de semanas de estática, silencio y algunas emisiones de las bases antárticas, dio con él. Stanislaw.

 Tras las primeras señales hizo unas rápidas comprobaciones para asegurarse de que seguía sabiendo hablar polaco, moduló su voz para que sonase como la de una adolescente, consultó rápidamente los códigos habituales entre los radioaficionados y se concentró. No va a ser tan difícil -pensó-. No más que pasar el test de Turing.

 -Breiko, breiko.

 

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