Rave divina
Me levanté a las siete y veinte de la mañana por quinta vez en lo que iba de noche. Como me pasa a menudo cuando tengo que despertarme temprano, el miedo a quedarme dormido hacía que me sobresaltara cada hora en punto, buscando a tientas el teléfono móvil para comprobar la hora, incluso aunque todavía no hubiera sonado la alarma. Era el día de Todos los Santos, así que después de ducharme y mientras tomaba un café, llamé a alguien que me confirmó, tras insultarme por llamar a las siete y cuarenta de la mañana, que ningún payaso asesino había apuñalado a nadie durante la noche o muerto a manos de alguien con poco sentido del humor y provisto de algo más agudo que una réplica.
El día empezaba mal, y podía ir mucho peor. Tenía que cubrir una fiesta ilegal, una especie de rave que un dj cuarentón con pinta de rastafari había organizado en algún punto perdido de A Zapateira. Me habían soplado que habría incluso una redada y tenía prisa por llegar, pero primero tenía que recoger a una compañera de trabajo. Hacía unos días le había contado lo que pensaba hacer y ella me había dicho que se apuntaba, que le parecía divertido. Primero pensé que lo decía en broma. Luego me di cuenta de que no. Tratando de salir de mi desconcierto y reaccionar, le respondí que, aunque la fiesta empezaba a las nueve, pensaba ir a las ocho, no fuera que la Policía llegara antes de tiempo, pero ni siquiera levantarse a las siete de la mañana un día festivo la disuadió. Iba a venir conmigo.
Conduje rápidamente por la carretera de A Zapateira (me equivoqué de desvío en dos ocasiones, pero eso también lo había previsto) y llegamos al lugar a las ocho y media. La casa tenía dos pisos, el tejado de uralita de plástico, una especie de espantapájaros colgado de la fachada, y dos fantasmas de plástico adornando la valla. Parecía una barraca de feria cutre. Abrí la puerta del garaje, adornado con murciélagos de papel brillante, y casi me cegó la negrura del interior: la única luz provenía de los adornos de papel fluorescente, de los posters de la pared y de unas luces láser que lanzaban destellos en un rincón. En el otro estaba la barra y la mesa de mezclas, adornada por una tela con la imagen la diosa védica de la muerte, Kali, cosa que encantó a mi compañera, que había viajado a la India.
Solo había seis o siete personas tiradas en sofás, que se desperezaron como gatos cuando entré. Reconocí al Dj peludo y a su novia, una tía bajita vestida con una pelliza, por las fotos de Facebook, pero también había dos tipos con pinta de haber obtenido un permiso carcelario para venir a la fiesta, otros dos que parecían estar allí por miedo a llorar hasta quedarse dormidos si volvían a sus casas y una rubia larguísima, enfundada en un apretado traje negro corto y unas plataformas plateadas que al principio creí que era una gogó y del que luego me enteré que era un travest. Lo único que se movía al ritmo de la música allí eran tres perros pequeños, del tamaño de ratones, que correteaban de un lado para otro.
Inmediatamente me entró el bajón. Me había levantado temprano un día festivo y había recogido a mi irritantemente entusiasta compañera esperando encontrarme una sala llena de gente moviéndose como zombis epilépticos, parejas montándoselo encima de los coches y chicas desnudas desorientadas por la burundanga, y solo tenía a la versión tirada del Club de los Cinco. Eso me pasaba por esforzarme. Pedí un gintonic en la barra para disimular y para pasar mejor el trago. Mi colega se tomaba una cerveza y yo trataba de convencerme de que no nos estaban mirando raro, cuando ella decidió salir fuera a fumar. Mientras nos sacábamos unas selfies el Dj nos abordó disimuladamente y nos preguntó cómo nos habían enterado de la fiesta. Le respondí que por Whatsapp. Me preguntó que el Whatsapp de quién. Le dije que no lo conocía. Él asintió, yo también. Los dos asentimos juntos y luego volvió a entrar en el garaje antes de que me decidiera a guiñarle un ojo, que era lo único que se me ocurría.
Mi compañera me preguntó entre susurros qué pasaría si los policías nos detenían en la redada y me confesó que le daba miedo un tipo alto con cara de malo disfrazado de Frankenstein. Estaba tratando de tranquilizarla y, al mismo tiempo, impresionarla pareciendo un tipo duro, cuando ocurrió lo único que podía animar la fiesta: apareció la Policía y empezó a identificarnos a todos, a pesar de las protestas del Dj, que aseguraba que aquello era una fiesta de amigos, y que se conocían todos "excepto esos dos, que creo que son de la secreta" dijo señalándonos. Al parecer, me había pasado con mi pose.
Mientras tanto, nuestra fotógrafa había llegado, lo que sacó de quicio a aquel aspirante a Chimo Bayo, que comenzó a grabarla a ella en una especie de escalada audiovisual. Su novia hablaba por manos libres con una abogada que parecía no saber si los policías necesitaban una orden de registro y el travelo caminaba de un lado a otro con el rímel corrido, como si le desconcertara la luz del sol, hasta que un policía consiguió meterlo en la furgoneta de atestados. Por fin, comenzaron a cachearlos y la droga apareció por todas partes.
Para entonces ya les habíamos dicho a los agentes que éramos periodistas y nos habían dejado marchar. Mi amiga bromeó asegurando que la diosa Kali nos había protegido. Puede ser, pero en cambio, dejó con el culo al aire al Dj cuando, tras la redada, se subió a la furgoneta totalmente fumado y le dieron el alto en el mismo control donde detenían a los juerguistas que se dirigían a su fiesta. Como toda deidad, Kali exige sacrificios. Y la DGT, también.




