Ocupar una página (II): el negociador
A Coruña
Cuando trabajo, para mí solo existen dos clases de personas: los que acceden a hablar con un periodista y los que no. Los okupas suelen pertenecer al segundo grupo, aunque se dividen en dos clases muy diferentes. Los primeros son los verdaderos okupas, los que pusieron la "k" a la palabra y consideran que luchan contra el sistema capitalista que especula con un bien básico. Por el mismo motivo, están en contra de la prensa que publica mentiras para mantener al público sometido y confundido. El segundo grupo lo componen los que ocupan un piso simplemente para tener un lugar donde vivir. No son tan hostiles, pero tampoco colaboran a menos que estén a punto de ser desalojados y necesiten el apoyo de la opinión pública.
Mientras subía las escaleras de aquel edificio de Monte Alto, me preguntaba cuál de estos dos subgrupos lo habitaba. La puerta del primer piso era de conglomerado, con un agujero sin mirilla, y estaba entreabierta. Llamé sin mirar en el interior (es mejor no pensárselo demasiado) y apareció un hombre de menos de cincuenta años con gafas, enfundado en un pijama blanco. Le caían los mocos de la nariz hasta el suelo y no hacía nada para sonarse, así que sonreí y le alargué unos pañuelos de papel. "Yo también estoy resfriado", comenté. Me lo agradeció en un español titubeante, con mucho acento marroquí.
Era un sujeto muy amable. Cuando le pregunté por el asesinato que había tenido lugar en esa casa, poco a poco, con dificultad, me contó toda la historia: Había venido desde Barcelona y no tenía empleo. Se sacaba algún dinero haciendo de gorrilla, pero subsistía gracias a la Cocina Económica. Vivía con un amigo coruñés en el piso de abajo, mientras su casero, el gitano Mariano, residía en el de arriba. Era un tipo gordo, de esos que abundan en la raza calé desde que esta ha sucumbido a una dieta basada en la comida rápida, el embutido y la bollería industrial. El gitano Mariano, que residía allí por la cara, les cobraba 50 euros al mes a cada uno, dinero que usaba para pagar otros hábitos aún menos saludables: consumía alcohol, porros y pastillas, todo a la vez. Además, tenía mal genio. La combinación de todos esos factores fue muy perjudicial, pero no tanto para el gitano Mariano, que no sufrió ningún infarto, como para el amigo del marroquí: al parecer, el casero estalló cuando el amigo se negó a ir con los cubos a la fuente (no tenían agua corriente) y acabó moliéndole a palos hasta matarlo.
Tras apuntarlo todo, hice mi último movimiento: le pregunté si no le importaba que le citara y trajera un fotógrafo para tomar imágenes del escenario del crimen. Siempre es un momento delicado, como cuando vas a besar una chica y no sabes si te va a hacer la cobra. Sorprendentemente, no se negó. Quedamos en que regresaría dos horas después y me fui encantado con lo fácil que había sido todo pero cuando regresé con la fotógrafa y volví a subir las escaleras, la situación había cambiado. El marroquí me invitó amablemente a entrar en vez de bajar al entresuelo donde había muerto su amigo, y me llevó hasta una pequeña sala de estar, ocupada por un calvo de mediana edad que se presentó como José y un tercer tipo que veía absorto la tele. Traté de reprimir un negro presentimiento mientras el tal José entraba en materia y explicaba que estaba allí para representar los intereses de su amigo, porque apenas hablaba español: "Porque escribir sobre esto te beneficia a ti, pero a él, no. Se puede meter en un lío".
El rencor, ese sentimiento al que siempre recurro para evitar la depresión, me dominó. Puede que aquel tipo fuera el mejor amigo del mundo, pero para mí no era más que un aguafiestas. Le repliqué que a mí me iban a pagar exactamente lo mismo sacara esa noticia o no, que era una cuestión de cumplir mi papel de informar, pero sobre eso también tenía algo que decir. "Además, que no puedes sacar fotos si él no te deja. Desde el momento que pone la cadena en la puerta, la casa es suya hasta que lo diga el juez", me comentó el abogado de oficio aficionado. Aquello me pareció un poco hipócrita, que alguien que había cometido un acto ilegal se escudara en la legalidad. Tragué bilis e hice mi mejor oferta (porque el artículo iba a salir de cualquier manera): no mencionaría su nombre ni la dirección de la casa. José el negociador se volvió a su amigo y emitió su veredicto: "Yo de ti no lo haría, porque no te va a beneficiar en nada y te puede perjudicar". El marroquí asintió con la misma expresión amable de siempre, pero yo no tenía muy claro con quién estaba de acuerdo. Tanto su amigo como yo le mirábamos mientras que el tercer tipo seguía hipnotizado el programa de la tele. Sentí la tentación de ojear la pantalla, a ver qué demonios era tan interesante, pero no quería romper el contacto visual. Crucé los dedos debajo de la libreta.
Y entonces, contra todo pronóstico, el marroquí dijo "sí, sí" y se levantó y yo con él. Bajamos al rellano, donde nos esperaba pacientemente mi fotógrafa, y nos mostró el lugar exacto donde encontró a su amigo agonizando tras recibir una paliza mortal. La fotógrafa soltó una ráfaga de flash, le estreché la mano y nos fuimos, todos contentos, el marroquí porque podía ocupar la casa sin molestias, y yo porque, por fin, tenía con qué ocupar una página.




