Sociedad
El estilita

Seis doble

A Coruña

Probablemente había sido el último periodista en llegar, lo que no ayudó mucho a rebajar mis niveles de ansiedad. Pero en ese momento, no veía a ningún compañero de profesión, así que no tenía ni idea de por dónde empezar. Hacía solo diez minutos estaba tomándome el café en la redacción, preparándome para un lunes aburrido jugueteando con el procesador de texto cuando un compañero me dijo que acababa de leer en la web que habían apuñalado a un hombre en Padre Rubinos. Llamé al fotógrafo y fui para allí y me acerqué al primer grupo que vi junto a la valla de las instalaciones; muchos con bolsas en la mano y pregunté qué había pasado, sin más. Ellos me miraron con recelo y me calaron enseguida: sabían que era periodista. Uno de ellos, un hombre de etnia gitana de metro setenta, ojos claros y mediana edad, con el pelo escaso arriba y con melena por detrás, me dijo que no se podía decir nada. "No se puede decir nada", repitió. Los otros le miraron. Yo no me desanimé: mientras sigan hablando hay esperanza. "El muerto era pariente mío", dijo.

Le dí mi pésame y me alejé de allí. Entonces me llamó mi fotógrafo, que estaba junto al centro comercial Los Rosales, que está justo al lado, para decirme que aquello estaba lleno de grilleras. La Policía Nacional había acordonado el lugar y revisaba especialmente el aparcamiento subterráneo. Me crucé con el fotógrafo e intercambiamos unas palabras antes de que me decidiera a abordar al primer policía, un tipo de pelo gris del que supe por el escudo de su hombro que era de la UIP. O sea, antidisturbios. Siempre es un gesto vacío, cuando se trata de un Policía Nacional, porque (al revés que la Policía Local e incluso la Guardia Civil, que suelen ser amables e incluso colaboradores) han sido entrenados para rechazar a la prensa de la forma más cortante posible. "¡Tenéis que llamar al gabinete de prensa!", me espetó. Como el gabinete de la Policía Nacional nunca facilita información, aquello era como enviarme al cuerno. "No se preocupe agente, si yo se lo pregunto solo por deformación profesional. Usted no me conteste", le respondí. Él me miró de reojo, como si no estuviera muy seguro de si le tomaba el pelo, y siguió a la suyo.

Tras echar una ojeada desde la calle y observar a los policías, locales y nacionales, y dar vueltas en vano, regresé a Padre Rubinos. Los usuarios se habían concentrado en un lado de la valla, desde donde contemplaban los movimientos de la Policía Científica. Me acerqué a ellos y pasé por delante del bajito, que me miró con enfado con aquellos ojos claros que destacaban en su piel tabaco. Le ignoré. Me encontré con un chico joven, de unos veintipocos años, pagado de sí mismo a pesar de todo. Alto, delgado, con melena y barba, me preguntó si era periodista. Le dije que sí y me interesé por si había visto algo del crimen. Resultó que sí, pero, antes de desembuchar, quería saber quién era mi fotógrafo de los que merodeaban como paparazzi delante de la puerta. Cuando se lo dije, meneó la cabeza. "Entonces no, porque fue muy borde conmigo. Y eso que grabé un vídeo", añadió, para asegurarse de que lamentara el comportamiento de mi fotógrafo. Era sorprendente lo mucho que valoraba la empatía un tipo cuya primera reacción ante un hombre apuñalado era sacarle su lado bueno pero, por otro lado, puede que yo hubiera hecho lo mismo. No estoy seguro.

Nuestra conversación acabó cuando el hombre de etnia gitana comenzó a gritarnos: "¿Qué le estás diciendo? ¡No le digas nada!". Expulsado por sus alaridos, me alejé al lado contrario y tuve suerte: me encontré con un grupo de usuarios y me uní a su corro como si los conociera de toda la vida, ignorando sus miradas, y conseguí tirarles de la lengua. Parecían gente normal, de a pie, a los que la vida había descabalgado. Una mujer con acento latino, baja y rellena, se negó a hablarme, luego exigió mi identificación, que yo saqué como quien saca una placa. Me enteré de algunas cosas, muchas de las cuales resultaron ser falsas. Mientras ponía al corriente de mis avances a mi jefa por teléfono, volví a acercarme al grupo de indigentes donde estaba el doliente familiar. Fue un error, porque entró en crisis al verme: "¡Como sigas así te tiro el móvil al suelo! ¡Que te tiro el móvil al suelo!". No era la primera vez que me amenaza un tipo que me llega al hombro, porque soy bastante alto y ofensivo, pero es una situación que siempre me desconcierta. Sobre todo, cuando a cincuenta metros estaban pasando el mocho sobre la mancha de sangre calé que había dejado su primo en el patio.

Además, a esas altuars, ya lo sabía casi todo: la víctima, un sevillano, había sido apuñalado cuatro veces en el estómago cuando había salido al patio a fumar por un vasco. Se conocían desde hacía tiempo pero nadie les conocía ninguna desavenencia. Incluso eran compañeros de dominó. "Fue un ajuste de cuentas", me había dicho la mujer, como si me estuviera escribiendo el titular. Pero eso era como no decir nada: todos los asesinatos que no comete un pirado son por definición ajustes de cuentas, excepto aquellos en los que la víctima es una mujer y su verdugo un hombre, que se consideran automáticamente violencia de género. Si el sevillano hubiera estado cuidando el gato a la ex del vasco, entonces todo habría estado claro, y la víctima de verdad estaría viva y con un solo ombligo, y no muerta y con cinco. Pero el caso es que había sido apuñalado (presuntamente y ante testigos) por su compañero de dominó, que le había sacado un cuchillo como podría haberle sacado el seis doble.

 
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