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Sociedad
El Estilita

Cuestión de estética

A Coruña

El edificio del Hogar Sor Eusebia se encuentra en Bens. Basta subir desde San Pedro de Visma y bajar después para encontrarlo, en una de las curvas que descienden hacia el pueblo. Ya había estado un par de veces, así que aparqué rápidamente junto a la verja y entré en el patio. Allí aguardaban Rico, el presidente de la entidad, y Utrera, el director, junto con parte del personal. Estaban esperando la llegada del director de Inclusión Social de la Xunta, Arturo Parrado, que acudía a visitar las instalaciones. A mí me habían enviado a cubrir el evento. O más bien, a tratar de sacar unas declaraciones a quien fuera, quizá a los del Sor Eusebia sobre el proyecto Micasita, y obtener un titular que sí mereciera la pena.

Me di cuenta enseguida de que había cometido un error al venir porque era el único redactor presente. Eso significaba que mi mayor esperanza, que era que alguna redactora de la radio me hiciera el trabajo sucio preguntando por mí, no se iba a hacer realidad. Cinco minutos más tarde llegó el director acompañado de la subdirectora de Inclusión Social. Me extrañó que fueran necesarios ambos cargos para una visita protocolaria y no se quedara uno en Santiago para defender el fuerte, pero no le di importancia. Los fotógrafos sacaron las imágenes de rigor en el porche que había pagado el Gobierno autonómico y me dejaron allí solo, como único representante del cuarto poder. Seguí dócilmente al grupo al interior del edificio. Utrera agarraba por el codo a la subdirectora de Sor Eusebia pero, aun así, no me di cuenta de nada al principio.

Solo algo después, cuando le indicaron un escalón, comprendí que el director de Inclusión Social era ciego, o invidente, o padecía diversidad visual. Sea cual sea el eufemismo que esté de moda para referirse a esta discapacidad, el caso es que el encargado de comprobar en qué se había gastado el dinero público no podía ver nada, y sin embargo, ninguna de las seis personas que formaban el grupo pensó que aquel detalle fuera relevante. Durante la siguiente media hora, recorrí con ellos el enorme edificio: la sala de estar, el comedor, los dormitorios del piso de arriba, los baños adaptados, la sala de terapia ocupacional, la capilla, las despensas, y hasta el congelador. Subíamos las escaleras, caminábamos por los pasillos y Rico le daba las explicaciones: "Aquí hacemos esto, aquí lo otro...". Nadie sugirió que quizá era más práctico acortar la visita y comenzar la reunión de trabajo que estaba programada para después. Yo desde luego, no pensaba hacerlo, por muy curioso que me pareciera.

Bueno, también estaba de visita la subdirectora, y Parrado pudo hablar con alguno de los usuarios y con el cocinero que estaba haciendo unas chuletillas de cordero, y olerlas (mi estómago rugió, a pesar de que solo eran las doce de la mañana) pero aun así, me seguía resultando muy raro, porque el centro de atención, la persona con la que más hablaban y a la que se dirigían todas las indicaciones, era invidente. Podían haber entrado y salido de la misma habitación una y otra vez y el resultado hubiera sido el mismo. Mientras pasaban por la capilla y los del Hogar se genuflexionaban ante el altar, yo me fijé en un cartel de Jesucristo, un retrato resplandeciente bajo el que podía leerse una cita evangélica "¿Quién soy yo?". Con aquella melena repeinada y esos ojos azules, yo hubiera dicho que el Redentor era un Bee Gee. Pero tampoco aquello era una buena idea expresarlo en voz alta, así que por segunda vez en lo que iba de mañana me callé la boca. Todo un récord.

Cuando volvimos otra vez a la escalera, para subir al despacho y comenzar la reunión, Rico se paró y señaló al patio interior. "Tenemos un jardín muy bonito ahí -vaciló un poco-. Porque creemos que la estética también mejora la calidad de vida". Yo miré a Parrado, esperando algún comentario irónico, pero el director de Inclusión social se limitó a asentir con firmeza mientras se agarraba a la barandilla de la escalera. "Desde luego", respondió con firmeza. Arqueé las cejas mientras enfilaba las escaleras detrás de ellos. Escalón a escalón, caló en mí el convencimiento que él también trataba de guardar las apariencias: toda aquella larga visita se había hecho por cuestión de estética.

 

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