Desfase generacional
A Coruña
Esto eran dos chavales de 19 años, un español y un colombiano, en el Orzán un domingo por la mañana, en el cruce con la calle Sol, donde habían apuñalado a un peruano y luego le habían quitado la cazadora. Horas más tarde, mi crudo enfoque de la noticia suscitó considerables críticas de mis amigas políticamente correctas que consideran, como gran parte de la profesión, que el solo hecho de mencionar la nacionalidad de los sujetos es racista. Yo suelo alegar que los datos, en sí mismos, no son racistas, solo las conclusiones que se extraen de ellas. Ellas replican que el mero hecho de escoger ese dato supone un sesgo informativo y que la nacionalidad no aporta información relevante. Yo contraataco señalando que en cualquier noticia se añade mucha información cuya relevancia (hora, número de puñaladas, objeto robado, edad) debe decidirla el lector. Ellas aseguran que para lo único que sirve es para darle munición a los racistas y yo me defiendo argumentando que, dado que el racismo es por definición un prejuicio, no necesita pruebas en las que sustentarse y que, de todos modos, me parece un sesgo igualmente siniestro ocultar información a alguien para intentar que piense de la misma manera que yo.
La mayor parte de la gente hace una pausa para considerar ese argumento, pero suelen concluir que la imparcialidad debe sacrificarse por un bien mayor, mientras que yo desconfío de cualquier periodista que abrace otra causa que no sea la de tratar de contar la mejor (y más detallada) historia posible, aunque acabe provocando que la gente desfile al paso de la oca por Juan Flórez. Pero siempre estoy en minoría absoluta y a pesar de mi tremendo ingenio, rara vez consigo ganar una discusión. En cambio, en una pelea a navajazos, las agudezas siempre te garantizan la victoria. Eso hay que reconocerlo.
Lo que no te garantizan es llegar a tiempo al escenario de los hechos y, de hecho, yo lo hice con un par de horas largas de retraso. Me había avisado una amiga y antigua compañera de 'curro' que se había pasado al lado oscuro (trabaja en un gabinete de prensa y era bloguera) pero, para cuando llegué, el servicio de limpieza ya le había dado un manguerazo a la calle y había limpiado la sangre de la víctima. Eso implicaba que la foto que acompañaría de la noticia sería simplemente la de aquel maldito cruce. Además, tampoco había ningún testigo. A esa hora, de hecho, la calle del Orzán estaba vacía, excepto por unos tipos que se encontraban a la entrada de la Cocina Económica fumando un cigarrito. Cuando me acerqué, resultó que conocía a uno de ellos, un veinteañero rubio y delgado, unicejo, con mandíbula prognata y algo encorvado que me había encontrado viviendo con un okupa en la Ciudad Vieja y que se definía como "cocainómano". Me saludó con cordialidad y me dijo que ya se había mudado.
Animado por el recibimiento, me puse a charlar con él y con sus dos colegas: un tipo de unos treinta y muchos años de edad, gordo y con melena, que sonreía mucho de una manera irónica y que agitaba su caballera cada vez que pegaba una calada a su cigarrillo, y un viejo flaco, con pelo largo y gris y barba corta igual de cenicienta. Lo que más destacaba de él era una nariz grande, de bebedor, con el puente lleno de pelos. Estaban esperando que sirvieran la comida, y mientras tanto mataban el tiempo tomando el sol y fumando. Saqué el tema del apuñalamiento y el más viejo contó que había visto a la Policía, pero que no se había acercado a curiosear.
Enseguida la conversación giró sobre la juventud, sobre lo mal que estaba hoy en día. Aquello me sorprendió: esperaba un poco más de comprensión por parte de un puñado de presuntos extoxicómanos. Pero lo que a ellos les parecía mal era que las drogas que consumían ahora eran el equivalente a una aspirina, comparada con las que esnifaban ellos. "¿Te acuerdas de la coca de Fulano?", le preguntó el joven al gordo, que sonrió de oreja a oreja, como si solo el recuerdo bastara para colocarlo. Además, los chavales de ahora no manejan. "Yo a su edad estaba en la calle ganándome la vida como relaciones públicas y me sacaba dos mil o tres mil euros al mes", comentaba el cocainómano. Como yo de crío era un vividor que trataba de exprimir al máximo la paga que me daban mis padres, me limité a asentir dándomelas de enterado.
Pasó por delante de nosotros el exalcalde Carlos Negreira acompañado de una mujer y le saludé con cordialidad. Él no me recordaba y se limitó a mirar con desconfianza a aquel tipo enorme rodeado de yonquis y apretó el paso. Yo le observé marcharse sin pena: estaba rodeado de la gente guay, los que controlaban el cotarro, los reyes de la noche, del ambiente canalla, los desfasados. Era mi sueño de adolescente pringado que espiaba de lejos a las chicas, solo que aquellos tipos estaban lejos de su mejor momento. También para aquello había llegado con retraso.