Sociedad
Antonio Coronil

‘En esta orilla’

Era alto, con ojos alegres, media sonrisa que dejaba entrever alguna mella y un rostro surcado por miles de pliegues, trofeos de trabajar años al aire libre.

Firma Antonio Coronil, "En esta orilla"

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Algeciras

Se presentó delante de mí, así como a quemarropa. Era alto, con ojos alegres, media sonrisa que dejaba entrever alguna mella y un rostro surcado por miles de pliegues, trofeos de trabajar años al aire libre.

Me tendió la mano, y luego como es costumbre en los de su cultura, se la llevó al corazón. Vestía como un occidental cualquiera, sólo los pantalones bombachos recordaba su tradicional indumentaria. Debía rondar los setenta años y tenía una manera de hablar muy correcta y pausada. La conversación fluyó amable, cómplice y el motivo de su abordaje era que les contase hoy a ustedes, aprovechando la radio que les acompaña, sus vivencias entre nosotros.

Su petición, entre rodeos, entusiasmo y sorpresa, no fue insistente ni molesta, sino todo lo contrario, acertadamente convincente y extensa. Ya saben, ellos tienen el tiempo, nosotros los relojes.

Shafiq Abdelah, me contó que hace nueve años que vive aquí. Justo cuando quedó viudo, su hijo mayor decidió emigrar a nuestra ciudad con su mujer y dos de los cuatro hijos que ahora tiene el matrimonio. El hijo, carnicero de profesión, no tardó en encontrar trabajo en la parte baja de la ciudad.

Por su parte, él vendió el pequeño terreno en Bab Taza, en la provincia de Chauen, que sirvió durante toda su vida para sacar adelante a su familia. Aves de corral, algunas cabras y el cultivo del kif, fueron su medio de subsistir.

Me relata Shafiq que desde bien temprano se baja a los soportales del bloque de vecinos y al resguardo del frío o el sol, contempla cómo todo y todos se van despertando.

Así, llegan las furgonetas de reparto para abastecer la tienda de la esquina. Primero con el pan, luego el de la carne y también los coches con las cajeras del supermercado.

Luego, grupos de chicos y chicas arrastran sus cuerpos, bajo las gorras o las capuchas, como monjes taciturnos, hacia cualquiera de los tres institutos del barrio. Y más a lo lejos, una funcionaria municipal abre la biblioteca menos visitada de todas las bibliotecas del mundo y eso que esconde un gran tesoro, que poca gente sabe: miles de comics que alguien anónimo donó.

Y enfrente, abuelos y abuelas se van acercando al centro de día de mayores, seguramente atraídos por el café calentito y la alegría de comprobar que están todos los mismos que ayer compartieron las actividades diarias.

Luego, un poco más tarde, los niños más pequeños son acompañados a los colegios. Y entonces, se ven chilabas y pañuelos. Chándales imposibles, coches rutilantes y hasta alguna batita de boatiné.

Y más tarde, la vida se traslada a las tiendas y supermercados, dónde las compras se transforman en olores de cocinas a pleno rendimiento hacia el medio día.

Pero es en la tarde, dónde la alegría de los niños en la calle, el ir y venir del futbol o a particulares. A la escuela coránica o al parque, cuando el barrio se llena de vibrante vida. De charlas tranquila y de partidas en los bares. De tolerante convivencia.

Por eso, cuando Shafiq se despide de mí, con una media sonrisa y con la sabia mirada de sus antepasados, que inventaron los números y construyeron La Alhambra, quiso resolver dos dudas.

¿Por qué no sospecharon nunca de un gallego que vigilaba un parquin y vivía como un rey? y ¿Por qué siendo este un barrio tan salado, se le llama en diminutivo?

 
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