Sociedad
El Estilita

Carga máxima

A Coruña

La víctima envió un correo electrónico al día siguiente para protestar porque lo que había publicado no se ajustaba a la verdad. Como suele ocurrir cuando se trata de lectores insatisfechos, hizo varias alusiones a la necesidad de contrastar las fuentes. No me sorprendió: nunca he conocido a nadie que no sea experto en praxis periodística. Mi jefe, que era el que había recibido el correo, se limitó a preguntarme si había escrito "presuntamente" en el texto. Cuando le confesé que no, suspiró.

Bueno, más vale tarde que nunca: presuntamente, había recibido la primera noticia de lo que había ocurrido en el muelle de San Diego a través de un mensaje de una amiga, a la que acababan de contar que un camionero le había dado una paliza a otro con un bate: crimen pasional. Había ido la Policía Portuaria, la Guardia Civil, y una ambulancia. Aquello prometía: conduje lo más rápidamente posible hasta el muelle de San Diego, aparqué y como me imaginé, no había nada, ni siquiera una triste mancha de sangre en aquel suelo que apestaba a pescado pasado. En el cielo, las gaviotas hacían vuelos rasantes una y otra vez, dispuestos a devorar cualquier cosa que tuviera el más mínimo aspecto comestible. Yo también lo estaba, pero todos los presuntos parecían cortados por el mismo patrón: achaparrados, con la cara colorada y sin cuello, de manera que la nuca les descansaba directamente sobre los hombros. Auténticos niños del franquismo, especímenes de la fauna ibérica de esos que solo encuentras en un bar con el suelo cubierto de serrín o en un puticlub.

Me acerqué al primero, un tipo de cabeza redonda, como quien no quiere la cosa. El sujeto, al que recuerdo con mostacho, aunque estoy seguro de que no lo tenía, se sorprendió cuando le comenté que alguien había bateado a un colega suyo, pero se lo preguntó a otro que parecía a punto de subirse a uno de esos enormes camiones. Lei en uno de ellos carga máxima: 26 toneladas. Resultaba que el herido era compañero suyo y que tenía que hacer el viaje de vuelta después de que causara baja de forma repentina, pero no se mostró muy comunicativo. Sin embargo, el tipo de la cabeza redonda y el mostacho hipotético se acercó a un pequeño grupo que estaba al lado del muelle de carga charlando tranquilamente y empezó a preguntar.

Mientras, me subí al estribo de otro de esos enormes camiones y me aferré al retrovisor para hablar con otro chófer, este joven, que me contó cómo había visto entrar a la víctima en camilla dentro de la furgoneta. No había llegado a ver la agresión, pero le habían contado como el fulano, al que solo conocía de vista, se había ido a por él nada más verlo y le había arreado lo suyo. La víctima tenía fama de tipo raro y mujeriego. Asentí y salté ágilmente hasta el asfalto, y pregunté a otro camionero que estaba maniobrando, un tipo calvo y de cara alargada, lo que había ocurrido. El hombre comenzó a hablar conmigo cuando surgió el accidente: al despistar al chófer, este había creído que se había completado la carga, y se había alejado del muelle, de manera que la transpaleta eléctrica se cayó a la calle, aunque el operario había saltado a tiempo.

Me acerqué al grupo y meneé con disgusto la cabeza mientras comentaban el estado de la maquinaria. "Hai que ver. Hoxe pasa de todo", comenté. "Parece que botaron un meigallo", coincidió otro ejemplar mesomórfico. Hábilmente, desvié la conversación hacia lo del bate. El tipo de la cabeza redonda y mostacho hipotético reconoció que sí, que aquello había sido por un lío de faldas (supuestamente). Lo hizo tocándose la nariz, gesto que imité por aquello de la complicidad. "A ese gústanlle moito as mulleres dos demais", comentó otro. "Púxolle fino", añadió un tercero. Resulta que no se la había trincado, sino que el tipo se había limitado a enviarle mensajes subidos de tono por Facebook, en los que alardeaba de su capacidad en el noble arte del cunnilungus. Los camioneros, el más alto de los cuales me llegaba al hombro, asintieron con aire de entendidos. "Home, non lle pudo dar un aviso? Pegarlle cun bate...", comenté. Pero mi objeción fue despreciada. "Ti e mais eu somos homes e sabemos o que hai", me dijo el tipo calvo. Yo asentí mientras reprimía mi impulso de sobarme el paquete o de soltar un taco. Aquello ya no olía a pescado, sino a testosterona, a pubertad revivida. Por primera vez en mucho tiempo ya no sentía el peso de la etiqueta de despreciable 'machirulo' que me habían impuesto mis amigas, siempre vigilantes ante el menor atisbo heteronormativo. En la guerra de los sexos, allí no se trataba de qué lado estabas, sino de qué lado cargabas.

 
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