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Sociedad
El Estilita

Prueba de fe

A Coruña

En el salón de actos del Colegio de los Dominicos, el ambiente estaba cargado de humedad y de hostilidad a partes iguales. Todo el mundo se estaba acalorando, excepto yo, que me limitaba a sonreír y a tomar nota. Me sentía como Nerón tocando la lira mientras Roma ardía. Había acudido a cubrir la presentación a los vecinos del plan de peatonalización de la Ciudad Vieja con la esperanza de asistir a un buen espectáculo, y no iba a salir decepcionado: los residentes en la zona alta de la ciudad parecían resentidos por años de espera para sacar de sus históricas calles los coches y por el abandono de la zona y los concejales de la Marea Atlántica estaban pagando el pato. Considero que se lo merecían porque su fe en la democracia participativa y en el contacto directo con la gente como forma de implicarles en el activismo político chocan con mis convicciones misantrópicas. Hacía unas semanas, había tenido que escuchar a una mareante en el foro del litoral diciendo al público que se había sentido "embelesada" cuando pasaba por entre las mesas donde grupos de trabajo compuestos por noventa personas de a pie expresaban sus opiniones sobre el futuro de los muelles. "Embelesada". Aquello se me había atragantado.

No había nadie embelesado ahora: Nada más comenzar el acto, antes de que el concejal de Rexeneración Urbana, Xiao Varela, entrara en harina, una señora de pelo gris con flequillo se había levantado del asiento con la mano el alto y había interrumpido para protestar porque alguien como ella, de los de la Ciudad Vieja de toda la vida, se acababa de enterar de que iba a llevarse a cabo la peatonalización. "No se nos ha enviado una carta, ni nada", denunció. Aquello tenía que haberles dado una pista de por dónde iban los tiros pero, en vez de abreviar, Varela la invitó a esperar al turno de preguntas, habló un rato y le pasó el micrófono a Claudia Delso, la concejala de Participación, que trató de convencerles de que habían contado con toda la ciudadanía para elaborar el plan. Luego le tocó el turno al concejal de Mobilidade, Daniel Díaz Grandío, y luego otra vez Varela. Cada vez que cambiaban a un nuevo orador, la gente se removía, sacándole brillo al asiento. Yo estaba apoyado contra la pared, al lado de una amiga mareante, y podía ver las expresiones de toda una fila de espectadores, que se inclinaban hacia adelante sobre sus muletas y bastones. La Ciudad Vieja hacía honor a su nombre.

La moderadora era una mujer delgada, de enormes gafas de pasta y pelo lacio que lucía un vestido de tubo negro con rayas horizontales rojas hasta las botas, lo que le daba cierto aire brujeril, como si fuera la madre de Harry Potter. La situación degeneró tan pronto como entregó el micrófono. Una mujer se lanzó a hablar, en tono indignado, sobre el abandono generalizado de la Ciudad Vieja, sobre las denuncias de la calle Cortaduría por el estado del empedrado. La idea es que las preguntas fueran breves para que todo el mundo tuviera su oportunidad de intervenir, pero cuando la moderadora se acercó, la señora le advirtió: "No te voy a devolver el micrófono". Aquello marcó el tono para otro interviniente, un hombre de 31 años, con barba y tupé que resultó ser también de la Ciudad Vieja de toda la vida. Había apuntado todo lo que había dicho los concejales en su móvil y procedió a rebatirlo, punto por punto. "Por favor. Por favor. –respondió, cuando la moderadora intentó retirarle el micrófono- Voy a decir todo lo que quiera. Vosotros habéis hablado y ahora me toca a mí". Ella miró a los concejales, impotente como un niño mago al que le han arrebatado la varita. Si el resto del público no hubiera empezado a protestar a gritos, no habría devuelto el micrófono. En general, todos los vecinos querían plazas de aparcamiento reservadas en A Maestranza, no en el Oceanográfico, donde se las habían asignado el Ayuntamiento, y se quejaban de que los cambios en la circulación harían que la Ciudad Vieja estuviera aún más aislada. Una mujer tomó la palabra para quejarse de los visitantes del casco histórico. "Y ya no digo nada de cuando venga la Feria Medieval, que es una tortura, ahí aparcarán esos perroflautas". Mi amiga abrió la boca sorprendida mientras yo reprimía la risa. Otra mujer recordó que necesitaban usar el coche a diario. "Dijo que todos tenemos piernas, pero no todos podemos ir al trabajo andando. ¡Ojalá!".

Mientras la fe de los mareantes en la participación se ponía a prueba, la mía en que tenía que existir algo mejor que el ser humano se fortalecía. El día anterior había estado justo al lado, en la iglesia de Santo Domingo, en la Función del Voto a la Virgen del Rosario, a la que el alcalde evita asistir por aquello de su laicismo recalcitrante. El exregidor Liaño Flores, en sustitución de Ferreiro, había invocado a la Virgen para que iluminara al alcalde y a sus concejales para que "sin lagunas mentales ni estructurales" consiguiera la mejora de la "Ciudad Alta y Vieja". "¡Confiamos en ti, Virgen del Rosario!", había clamado. Yo había escuchado todo aquello apoyado en una pila de agua bendita, y había deseado cubrir algo mejor que aquello con todas mis fuerzas, y había sido escuchado: los mareantes, que no habían querido ir a misa, pasaban su viacrucis.

 

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