Mala prensa
Era la primera vez que asistía a un simposio como ponente, y no voy a decir que brillara. Había 30 personas en el salón de actos del Club Financiero Atlántico escuchando a cinco periodistas lo que teníamos que decir sobre los medios de comunicación y los servicios de emergencia. Mis colegas eran todos más veteranos y prestigiosos que yo y habían hablado sobre los grandes desastres, como el del Mar Egeo o el de Angrois, y de la presión que sufríamos por culpa de internet y las redes sociales. Por mi parte, me limité a quejarme de que los servicios de emergencia nos dirigían a los gabinetes de prensa si la emergencia era grave y si no lo era, a veces ni nos la contaban, obviando la importancia periodística que pudiera tener, y les recordé que no éramos unos curiosos con teléfono móvil que aguardaban tras la cinta policial, sino profesionales como ellos. Treinta pares de ojos parpadearon a la vez.
Llegó el turno de preguntas que monopolizó un jefe del servicio de emergencias de Madrid. Aquel hombre de mediana edad acababa de llegar, como quien dice, del derrumbe de aquel edificio de Chamberí del que rescataron a dos cadáveres de debajo de siete metros de cascotes. Parecía como si estuviera a punto de sacudirse el polvo de un hombro. El caso es que estaba enfadado con la prensa porque mientras ellos trataban de localizar los cuerpos, los fotógrafos sacaban imagen tras imagen de las montañas de escombros. Bastaba con verlas para darse cuenta de lo difícil que era que hubiera alguien con vida debajo de todo aquello. "Nosotros tratábamos de preparar a la familia diciéndoles poco a poco que había muchos hierros, que el material se había asentado... Y ellos viendo lo que pasaba por la televisión".
Minutos después de encontrar el segundo cuerpo, recibió una llamada. Era, como no, un periodista: "¿Es verdad que habéis encontrado el segundo?". Aquello aumentó la sensación de agobio del jefe de emergencias, que aún se preguntaba cómo había podido enterarse el redactor de algo que acababa de conocer él. En cambio, a mí me embargó una sensación de orgullo profesional ante un trabajo bien hecho, pero podía darme cuenta de que no tenía muy buena opinión de la prensa: hacíamos más difícil su trabajo. Había llegado al extremo de poner plásticos en la zona para evitar que nadie pudiera sacar fotografías.
Para él, lo importante era controlar la información para no provocar pánico, como en los atestados terroristas, en Francia. Comentó que allí estaban valorando bloquear las redes sociales en estos casos, para evitar la propagación de rumores y noticias falsas, y nos preguntó qué nos parecía. Un escalofrío colectivo recorrió la mesa donde yo me sentaba. Ninguno de nosotros estaba a favor en absoluto de la restricción de información y alguno lo expresó así, de forma tajante. Pero aquel tipo no había acabado: "Incluso hemos valorado ponernos en contacto con los influencers para decirles: "Mirad, no publiquéis nada hasta que no esté confirmado, os daremos la información en cuanto la tengamos". Esta vez, lo que recorrió la fila de periodistas fue la náusea. Por lo menos, a mí. La idea de que un puñado de idiotas cuyo único mérito es un ego con una necesidad patológica de likes fuera tratado con la misma consideración que los periodistas me llenaba de bilis. Aquel tipo estaba tan dispuesto a enterrar la profesión con la misma prontitud con la que desenterraba cadáveres. Todo, en nombre de la sensibilidad hacia las víctimas y sus parientes. Para ilustrarle, uno de mis compañeros sacó a relucir la ley del kilómetro sentimental, según la cual la sensibilidad de un apersona hacia una tragedia es inversamente proporcional a la distancia que la separa de ella.
Estuvimos alargando el debate durante una hora hasta que el moderador, el jefe de emergencias municipal, hizo un gesto con la mano indicando que hasta allí habíamos llegado.
Yo aún tenía algo que decir, pero en realidad, no había solución. En las noticias más importantes siempre hay víctimas y yo, como redactor de sucesos, lo sé bien: de vez en cuando recibo una llamada de alguien cargado de reproches, al que la indignación le ha inspirado un conocimiento profundo de la praxis periodística. Me pregunto si alguna vez alguien le ha preguntado a un influencer por qué no contrasta sus fuentes. Probablemente no, pero eso no impedía que el público en general despreciara a los medios de comunicación. Los generadores de opinión, los constructores de la realidad, los difusores de la postverdad, parecemos incapaces de mejorar nuestra imagen. Todo se reduce a la mala prensa.




