Sociedad
El Estilita

Denuncia social

A Coruña

No es como para presumir, claro, pero a lo largo de los años han amenazado con denunciarme en varias ocasiones. Normalmente, gente que considera que mis artículos son inexactos, o irrespetuosos, o las dos cosas, y que empieza a gritar nada más levanto el auricular del teléfono. Me viene a la memoria el caso de una señora que me preguntó cómo me atrevía a decir que el joven de unos 20 años que se había salido de la vía en Alfonso Molina tenía los ojos "como un pescado muerto" debido a las drogas. Ella aseguraba que era un chico maravilloso y deportista. Aquello, y los sollozos histéricos, me permitieron deducir que se trataba de la madre. O el otro tipo que me preguntaba con acento adquirido tras 40 años en Suiza de dónde había sacado que el cadáver de su madre apestaba a descomposición y que me aseguró que me denunciaría y que donaría los beneficios a una ONG. O la hija de aquel tipo acusado de violar oralmente a una señora en una residencia, a la que mi descripción le pareció demasiado gráfica. Una vez, incluso, me vinieron con un abogado.

Pero la última vez fue hace unas semanas. Estaba delante de los nuevos juzgados y esperaba a que se llevaran a la prisión a un tipo que había tratado de escapar de la Guardia Civil con un kilo de farlopaen el coche desde Vilagarcía de Arousa. Tras una persecución de película, habían conseguido rodearlo y dispararle a las ruedas para detenerlo. Eso había sido el día anterior, y lo llevaban en autobús a Teixeiro. Prisión provisional. El fotógrafo y yo estábamos esperando por ese mágico momento en el que el fulano esposado es introducido en el autobús cuando apareció un hombre bajito, moreno, cojo, que empezó a hablar con el fotógrafo después de hacerlo con los policías nacionales que custodiaban los accesos. "Dice que está pasando algo muy grave abajo, en el Instituto de la Seguridad Social. Ve a ver", me comentó.

Me apresuré a bajar hasta San Pedro de Mezonzo, donde ese pequeñajo se enfrentaba al guardia de seguridad. Era un individuo enorme, de dos metros, negro, con un educado acento cubano. Había otras dos personas en la calle y el pequeñajo gritaba que había llamado a la Policía y que iban a venir, pero esas personas, un hombre y una mujer, prefirieron marcharse. El guardia de seguridad le impedía volver a entrar, alegando que había tenido que echarlo porque se había puesto a gritar. "¡Me ha empujado!", aseguraba aquel hombre pequeño e indignado. El vigilante me explicó que no era la primera vez que ocurría. "Viene todos los días". Poco a poco, me fui enterando de todo.

Resulta que aquel tipo pequeñito y cojitranco cobraba una pensión de invalidez. Hace casi veinte años le había caído encima una viga de cinco toneladas que le había hecho migas la pierna y había estado varios años cobrando por debajo de lo que le correspondía hasta que una simpática trabajadora social lo había descubierto durante una consulta. Él había reclamado y conseguido que le abonaran el dinero que le debían desde cinco años atrás, aunque en teoría no tenían por qué hacerlo, y aquello le había iluminado. ¡Había que protestar, protestar, protestar! ¡Reclamar el dinero que es de la gente! ¡Despertad, nos están engañando! Así que acudía casi a diario a ese instituto vistiendo una camiseta en la que había estampado la tabla de pensiones de la Seguridad Social como si fuera su uniforme de superhéroe y cuando veía colas de gente reclamando o, como aquel día, que tenían que pedir cita previa en un teléfono de pago, estallaba de indignación. Lo siguiente era que el guardia de seguridad sacaba aquella bomba de palenque humana para que explosionara fuera donde no podía hacer daño y, sobre todo, ruido. Aquello era curioso, pero no estaba seguro de si era una noticia.

Me iba a largar ya cuando apareció un coche patrulla de la Policía Nacional. No podía creerlo: llegaban refuerzos. Pero los agentes del 091 no estaban allí para poner orden en las colas de la Seguridad Social, sino para imponer la paz. en la calle Aprovechando un momento, saqué una foto con el móvil y en cuanto me vio, el vigilante me amenazó con denunciarme si no la borraba. "Estoy en mi lugar de trabajo y no puede sacarme fotos aquí. Lo pone en ese cartel", me explicó. Llevo demasiado tiempo como periodista como para creerme todo lo que leo, pero aquel gigantón consiguió que uno de los policías me identificara. El tipo bajito y sudoroso seguía clamando contra la injusticia (más tarde, me confesaría que sufrió un brote psicótico hace años) a su compañero. Tras tomarme los datos, el policía me preguntó cómo me había metido en esto. Le dije la verdad, que había sido sin querer. El enorme guardia de seguridad preguntaba que dónde tenía que presentar la denuncia, si en Lonzas o en la avenida del Puerto y el bajito seguía protestando. Empecé a pensar que eran demasiadas molestias por un titular gracioso, pero no quería ser demasiado cínico: aquel tipo podía ser un don Quijote y, aunque su salud mental estuviera tan entredicho como la de él, por lo menos si se enfrentaba de verdad a gigantes.

 
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