El sacrificio
A Coruña
Al otro lado de la verja, la cabeza de ternero despellejada me sonreía mostrando los dientes, apoyado sobre uno de los carrillos. Los gatos la habían tumbado jugando con ella, y ahora era mi turno. No le habían sacado los ojos, así que tenía un aspecto sorprendido, sobre un círculo de sal y rodeado de velas rojas, como si no comprendiera del todo que estaba haciendo allí.
Yo le devolví la sonrisa. Detrás de mí, el tipo que me había llamado volvía a contarme la historia que ya me había contado hacía una hora por teléfono. En realidad, aquel era mi día libre, y tenía pensado algo tranquilo: un poco de ejercicio, pasar la tarde en el sofá, quedar con un amigo para beber una cerveza. Pero aquel tipo me había llamado cuando ya estaba en el gimnasio para contarme que su vecina trataba de embrujarlo y de repente, yo estaba ahí, en un rincón perdido de A Zapateira, al lado deaquel cuarentón con barriga cervecera que vestía una camiseta anaranjada llena de lamparones. Estaba en paro pero se dedicaba a criar cabras. Había llamado a la Guardia Civil, a la Policía Local e incluso a la Consellería de Sanidade. Al final, me había llamado a mí. No pasa nada, porque estoy acostumbrado a ser la última opción.
"Mi vecina trata de embrujarme" repitió. Como aquel día yo no trabajaba, no llevaba el bloc encima, así que tomé notas en el reverso de un sobre que había encontrado en la guantera del coche. Parece ser que aquel tipo y su única vecina se llevaban a matar: eran dos propiedades contiguas en medio de la nada, con un galpones con una tapia delante. A pesar de lo mucho que se odiaban, y que en aquel lugar solo había esas dos casas, y por tanto nadie que le hiciera confidencias, el cabrero se había enterado de un montón de cotilleos: parece ser que esa señora se había dedicado al oficio más viejo del mundo, luego había tenido un hijo, al que le habían quitado los servicios sociales, luego el crío había crecido –"Es gay", añadió-, había vuelto con ella, que había dejado su anterior oficio y ahora se dedicaba a hacer brujería, o santería, o lo que fuera.
Yo estaba más interesado en cómo había llegado a la cabeza allí que en los cotilleos. Según me contó, el día anterior había aparecido por la propiedad, una casa de dos pisos con tejado de uralita y casi todas las ventanas rotas, acompañada por su marido, el hijo y una mulata, presumiblemente una sacerdotisa vudú, y habían realizado aquel ritual. Él no había estado allí, pero su madre si, y me la presentó. Desgraciadamente, la señora, que tenía las mismas gafas enormes y el mismo peinado corto teñido de caoba de todas las mujeres de su edad, me explicó que sí, que les había visto y que estaban en el patio pronunciando unas palabras pero que no había podido escuchar lo que decía. Tras tomar nota le pregunté qué se sentía al estar embrujado. "Estou que non durmo", respondió con retranca.
La razón de tanta tranquilidad es que no era la primera vez que contemplaba un sacrificio satánico. Parece ser que la antigua dama de la noche usaba la propiedad de enfrente, una especie de garaje con patio, para realizar sacrificios. Si había que creer a su vecino –y yo estaba más que dispuesto a hacerlo- aquella exdama de la noche metida a bruja de teletiendacon tarjeta de cliente de carnicería había matado a docenas de pollos allí para saciar los oscuros apetitos de Satán o de los loas, o de cualquier entidad preternatural que sintiera inclinación por las ofertas de la carnicería. Intenté ser conciliador: "A lo mejor lo hacía para ganar a la lotería o para protegerse de las ETS". Pero aquel tipo estaba seguro de que su vecina iba a por él, de que era víctima de una vendetta mágica, como si aquel lugar fuera una mezcla de Puerto Urraco con Harry Potter.
Llegó el fotógrafo, y su sempiterno atuendo negro añadió una nota aún más siniestra al escenario. Cuando le llamé me había gritado, como siempre, pero se calmó cuando le conté la historia. Al ver la cabeza de ternero, sonrió como lo había hecho yo. El cabrero trajo incluso una escalera para que pudiera sacar una foto por encima de la reja y nos dio una vuelta por la propiedad. De repente y de la nada, apareció un gran carnero de enormes cuernos que nos bufó. Si se hubiera puesto de pie, como en aquella escena de "El día de la bestia", no me hubiera extrañado nada, pero resultó ser solo el semental del rebaño de cabras de mi testigo. "¿De dónde sacas a esta gente?", me preguntó el fotógrafo después de despedirnos de él. Me encogí de hombros. Yo había perdido un día libre, pero no me importaba. Como diría la vecina, a veces hay que hacer sacrificios.




