Tarde de pocas luces y muchas sombras
La clase práctica con becerristas de diferentes escuelas taurinas de Andalucía ofrece el triunfo a Curro Ortiz y a Fernández Andrade, que puntuaron de forma destacable sobre el resto de sus compañeros
Los toros son una cosa seria, o eso me enseñó mi padre; una fiesta donde el rigor, la ética y el pundonor fundamentan sus principios. Pero, ay, amigo, cuándo esos pilares se tambalean… Puede uno empezar a sospechar que el edificio peligra. Y eso ha sido, sin más, la sensación que transmitió la clase práctica celebrada en la plaza de toros de Granada.
Que una clase práctica no esté reglamentaria desarrollada da lugar a muchas cosas. Especialmente a que la profesionalidad brille por su ausencia, y con ello se abone un amplio sembrado de vulgaridad, desatino y esperpento. Un lugar que nunca muchos quisieron conocer pero que ahí estaba: ese donde cualquiera que pase por allí puede acabar delante de la cara del toro, soltando las banderillas y echando a correr cuando el novillo embiste. Ese mismo lugar en el que el mismo que aparece en el cartel, y viendo cómo estaba el patio, termine poniendo banderillas, lidiando al animal y hasta apuntillándolo. Aquel en el que la música suena sin ton ni son, y que corta sin un triste da capo después de terminar el último compás. Ese en el que se obliga a empezar quince minutos tarde porque el presidente no tiene cómo acceder al palco porque los bedeles no han abierto las puertas que le permiten llegar hasta él. O ese en el que te cortan la luz a mitad de la faena para que se siembre el cachondeo y pretendas que alguien se ponga a torear a tientas, sin ver lo que pasa más allá del pico de la muleta.
La bisoñez del paseíllo barruntaba muchas cosas. Pero, ciertamente, no tantas sombras y tan pocas luces como las que terminaron por verse. Nunca mejor dicho. Solo dos de los seis actuantes estuvieron a la altura de las circunstancias, dándole cierta entidad a lo que pasaba, y permitiendo que aquello no alcanzara el rango de charlotada. Y es que uno no puede – ¡ni debe! – presentarse a un examen sino se sabe mínimamente la lección. Por no saber, no sabían algunos ni dónde colocarse para auxiliar a sus compañeros, ni cómo ejecutar las suertes y alguno casi ni cómo coger los trastos.
Curro Ortiz, de la Escuela taurina de Atarfe, terminó por resultar el alumno más aventajado. Al menos en lo que apéndices se refiere. Cortó dos orejas a base de valor, de exponer y revolucionar el patio a golpe de efecto. Salió a por todas, no se dejó nada dentro. Lo apuntó con el capote y se vio definitivamente con la muleta, cuando empezó el trasteo sentado en una silla. Así, se gustó por momentos, consiguiendo hilvanar varias tandas limpias, conectando con el público y aprovechando con eficacia la transmisión del novillo, que fue aplaudido en el arrastre. La espada le sirivió para rondear una limpia actuación.
Quien sorprendió por sus maneras, por su concepto de tauromaquia, fue Francisco Fernández Andrade. El becerrista de la escuela de Algeciras supo aprovechar con inteligencia la baza de su oponente, que tenía menos clase que el anterior pero igualmente ofrecía movilidad. Estuvo a gusto con el capote, estirándose y jugando bien los brazos. Con la franela mostró ese concepto de vaciar el muletazo y llevarse al animal toreado hasta el final. Muleta adelante y rebosándose hasta la penca del rabo. Sin duda, el que más oficio mostró. Y también más gusto, más pureza.
A partir de aquí la cosa empezó ir a menos. Javier Ortega, aseado. Anduvo como pudo, salvando a duras penas la papeleta. El resto, ni eso. Esto les viene grande. Chicurro quedó al descubierto por su falta de oficio, montando un sainete con la tizona. Carlos Torreblanca escuchó pitos como resultado, después de haber desistido de matar a su oponente, que tuvo que ser indignamente apuntillado, cogido por las astas contra un burladero; y Antonio Manuel Carbonell estuvo más pendiente de lo que le decían desde el callejón que de pensar, por sí mismo, en lo que estaba haciendo. Estuvo sin estar. Un sin sentido.
A más de uno algún aficionado de Las Ventas le hubiera soplado libremente eso de «¡chaval, no dejes de estudiar!». En Granada, en cambio, merendando como se merienda, quedaría feo decir eso a carrillos llenos. Se piden las orejas, que es más fácil, y todos contentos. Eso sí, al terminar el festejo, sonando Paquito el chocolatero mientras los seis becerristas abandonaban el ruedo, se pudo tener la proporcionada dimensión de lo que se había visto en la arena.
Ficha del festejo
Real Maestranza de Caballería de Granada. Clase práctica.
Con un tercio de plaza en tarde calurosa se han lidiado seis erales de Los Millares, correctos de presentación: 1º, con transmisión, aplaudido en el arrastre; 2º, con movilidad; 3º, rajado; 4º, 5º y 6º, nobles pero sin fuerzas.
Curro Ortiz, estocada (dos orejas).
Francisco Fernández Andrade, pinchazo bajo y contrario y cinco descabellos (oreja tras aviso).
Javier Ortega, dos pinchazos y estocada casi entera (oreja).
Luis Rodríguez “Chicurro”, dos pinchazos, bajonazo contrario y dos pinchazos (silencio).
Carlos Torreblanca, seis pinchazos y desiste matar a la res (pitos).
Antonio Manuel Carbonell, dos pinchazos, bajonazo contrario que hace guardia y seis descabellos (silencio tras aviso).
Al terminar el paseíllo se guardó un minuto por la muerte de Miguel Morilla “El Atarfeño” en la antigua plaza de toros de Granada el 2 de septiembre de 1934. A la mitad de la faena del quinto se apagaron las luces, paralizándose 20 minutos la celebración del festejo. Al término de la clase práctica, la Tertulia de Los tres Juanes hizo entrega de una placa y un capote de brega a Curro Ortiz, como triunfador de la clase práctica.