Las campanas del camposanto del Mediterráneo doblan...por nosotros

Málaga

Otra patera ayer frente a Málaga y ya son más de quinientos inmigrantes desembarcados aquí desde octubre. Comprendo que ese lento goteo, a fuerza de repetirse, acaba por resultar tedioso: pateras, muertos, mafias… un día tras otro, un titular tras otro. Creíamos que este era un mar reservado para jeques y celebrities, para fiestas con glamour y beach-clubs donde tomar ostras y beber Dom Perignon en camas balinesas bajo las estrellas o sobre alguna de ellas, y ha venido a alterar el paisaje este reguero amargo de cadáveres, mantas rojas de Cruz Roja, miradas asustadas entre tanta negritud. Pero hay que rebelarse contra la fatiga moral, y sobre todo contra la narcotización del instinto crítico. Hay que resistirse a mirar desapasionadamente el camposanto azul en que se ha convertido el Mediterráneo, un verdadero cementerio marino más allá de los versos de Paul Valery. Este año ya son seiscientas cruces entre las olas, cuatro veces más que un año antes, cifra record de la década. Cambiar bañistas por muertos es desasosegante, pero callarse es una forma de ser cómplices de la tragedia. Esos muertos no son los otros, sino nuestros muertos, una parte de nosotros mismos, como en los versos de John Donne que evocaba Hemingway en la guerra española:

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,

como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,

porque me encuentro unido a toda la humanidad;

por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.