Por qué no llamo fascista a nadie

"La línea roja" de Matías Vallés (26/11/18)
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Palma
Nunca les sometería a la tortura de repasar anteriores comentarios pero, sin hacer ese esfuerzo, les llamará la atención que no hayamos empleado nunca la palabra “fascista”.
Ni tampoco “golpista”, si vamos a hacer equilibrios.
Fascista es un término impreciso por demasiado preciso. Igual que imbécil, otra palabra ausente de estas minicrónicas.
Llamar fascista a alguien es un fruto de la haraganería, una forma precipitada de agotar una conversación.
El insulto merece un respeto, hay que trabajárselo.
Quienes se intercambian insultos de golpista y fascista son unos vagos.
Ahora bien, el remedio de Ana Pastor contra los insultos facilones es peor que la enfermedad.
La presidenta del Congreso retira términos como golpista o fascista del diario de sesiones.
Eso se llama censura.
Produce pánico la limitación de las palabras en el templo de la palabra.
Los diputados pueden incluso mentir en el ejercicio de su discurso, como Rosa Estarás sobre Antoni Garcias en una intervención en el Parlament balear por la que fue absuelta en los tribunales.
Solo los votantes tienen derecho a juzgar las expresiones de sus representantes en el Congreso.




