La residencia

La opinión de Juan Miguel Alonso (6/5/2019)
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José León Suárez
La semana pasada he ido a visitar a una tía materna que sobrevive en una residencia de las afueras. El suyo es un caso típico que se repite como un letanía en docenas de establecimientos clonados en su inhumanidad. Espacios saturados, personal escaso y poco cualificado, olor a orín, miradas pedidas en el horizonte, menús indecentes, horarios cuarteleros, conversaciones silenciosas , familiares y amigos que cumplen el rito semanal o mensual que amortigua las conciencias. También la mía.
Mi tía tiene hijas que viven a cientos de kilómetros, y que tienen trabajos familias, obligaciones que no es posible diluir. Mi tía tiene los achaques y las limitaciones infames que trae la vejez. Vivió sola en un su casa, en su pueblo, hasta hace un par de años en que su dependencia hizo imposible su autonomía. Lloró mucho en los primeros meses y la tristeza se instaló en sus ojos como una nube negra.
Mi tía tiene una pensión no contributiva que no alcanza ni para pagar la mitad de la residencia. Sus hijos pagan religiosamente las facturas. El estado ni está ni se le espera. El estado ha abandonado a su suerte a millones de ancianos que llegan al final de sus días indefensos, olvidados, enfermos. El estado es un perro sin rostro que no tiene sentimientos. El estado de bienestar es una broma macabra en las manos temblorosas de nuestros viejos.
Estas infamias no son inocentes, claro. El negocio de las residencias tiene la sensibilidad vegetal del IBEX 35. La desidia inhumana de las administraciones y su dejación vergonzante no causan sonrojo, sino dolor.
Cuando me voy, a través del cristal veo a mi tía levantando su mano deforme para despedirme. Hay un nudo en la garganta. Dolor en la boca del estómago. Rabia. Y mucha vergüenza al contemplar el fango moral en el que movemos nuestros pies.




