Sociedad
El Estilita

Querido quelonio

A Coruña

Vaya por delante que yo adoro a los animales, pero creo que hay gente que exagera al demostrar afecto por sus mascotas. Lo veo a diario y en algunos casos me parece que puede resultar extravagante, sobre todo cuando quieren demostrar su cariño como se hace actualmente: anunciándolo a través de las redes sociales. Hasta ahora, lo peor que había visto es el caso de un tipo que adoptó a un perro sordo y ciego que alguien había abandonado en un contenedor. Donde otros solo hubieran visto un sujeto de pruebas para un nuevo y prometedor medicamento, él vio una criatura que merecía el cariño y amor que él podía ofrecerle en su casa, con su mujer, su hija, su otro perro y su burro. Inmediatamente le odié por ello.

Mi odio se fue haciendo cada vez más oscuro y terrible a medida que subía a Twitter foto tras foto de aquel perro con cara de resaca, aquel Helen Keller del reino animal, imágenes acompañadas de comentarios alusivos al desaprensivo que lo había abandonado, en plan "mira lo que te pierdes". Tampoco es que fuera muy impresionante y, desde luego, en ninguna de las fotos el perro aparecía atrapando un frisbi entre los dientes, pero los comentarios de la gente eran de lo más positivos, a juzgar por el número de emoticones en forma de corazón. Cuando me crucé con él en una cafetería, le comenté con acritud que era el primer ser humano que ejercía de lazarillo de un chucho. "¡Qué cabrón!", me respondió. Supongo que tenía razón, pero mis remordimientos desaparecieron cuando, tiempo después, subió a Twitter imágenes de cómo se apagaba lentamente su otro perro, de 16 años, Siguió el proceso día a día, mientras los emoticones se salían de la escala.

Creí que aquello era de lo peor que podía ver hasta que me contaron la siguiente historia verídica: un tipo de casi 30 años viajaba hacía A Coruña en un BlaBlaCar en compañía de su novia y de la propietaria del vehículo, cuando recibió por el móvil un mensaje. Su tortuga había fallecido. Inmediatamente, se echó a llorar. Según me contaron, la emoción le desbordaba de tal manera que tuvieron que parar en el arcén o en un área de servicio para que pudiera serenarse. La escena que me imagino es impactante: un hombre adulto con los ojos rojos y su cuerpo sacudido por sollozos incontrolables lamentándose por la muerte de su querida mascota -llamémosla Morla- mientras su novia trataba de calmarle como podía. Fue un error. En aquel dramático momento, el chico la acusó de no haber querido nunca a Morla, de que le molestara que aquel bicho rondara por el piso como una Roomba con la batería baja.

Podía entender a la chica: mi experiencia con las tortugas como mascotas era la de unos bichos reptilescos y apestosos que se pisaban unos a otros los caparazones mientras trataban de escapar de un terrario cuya agua había que cambiar tan a menudo como la del retrete para que no oliera igual. Ni siquiera me molesté en ponerles nombre, lo que resultó ser una buena idea, visto el ritmo al que se morían. Supongo que no dice mucho en mi favor que tardara tanto en darme cuenta de que no había que colocar el terrario junto a la ventana en verano.

Así que, mientras aquella señora permanecía al volante del coche pensando Dios sabe qué, desde que se trataba de un chico muy sensible hasta que aquello de la tortuga les iba a hacer llegar tarde, el tipo pasó de acusador a sentirse culpable él mismo. Según parece, no había alimentado a Morla adecuadamente. El veterinario le había dicho que le ofreciera un preparado con todas las vitaminas o proteínas o lo que fuera que necesitaba el animal, pero aquel amante de los quelonios había decidido que no permitiría que Morla comiera aquel mejunje y le dio comida más propia de humanos, lo que quizá estuviera relacionado con aquellas sospechosas manchitas que le salieron. No podía vivir con aquella incertidumbre y llamó al veterinario para preguntarle cuánto costaría una autopsia. Al otro lado de la línea hubo un silencio seguido de una cifra: 500 euros. Aquello le dio motivos al doliente para volver a llorar, pero no se rindió y decidió que ahorraría el dinero necesario para realizar la necropsia.

Para mí es una historia estremecedora en más de un sentido. Por lo que sé, Morla se encuentra ahora en el congelador de la casa de su tía, una mezcla entre Walt Disney y Leonardo, el de las tortugas ninja, esperando el día en el que sus restos congelados puedan arrojar luz sobre sus últimos y trágicos momentos o en el que tenga que ser desechada para guardar croquetas. Quizá lo más triste de la historia es que, a pesar de cuántos años ese chico estuvo con Morla, y cuánto la amó, nunca llegó a aprender nada de ella. Por ejemplo, lo bueno que es desarrollar una concha.

 
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