"El Orden"
Adiós querido Alvarito, tu familia te querrá siempre
Algeciras
Esta mañana me he levantado temprano y me he asomado al balcón. El día es luminoso y brillante. El día ideal para los niños, que esperan con emoción la llegada de los Reyes Magos. Pero cuando uno está triste, el sol y la alegría son heridas cortantes en el corazón. Doy la espalda a la luz y me encierro en un lugar en la oscuridad, más acorde con mi estado de ánimo. Cuando nos encontramos en una tesitura difícil, nos escondemos en la reflexión y la soledad. Hacemos un alto y miramos la batalla de la vida desde las gradas. Una batalla en la que los mandos nunca cambian, sólo lo hacen las víctimas. Porque aunque creamos que somos nosotros los que dictamos nuestros destinos, nos equivocamos. Podemos hacer todos los planes que queramos, establecer compromisos y prioridades, hacer listas interminables de proyectos y estadísticas de resultados. Pero no nos engañemos. Hagamos lo que hagamos, es la vida la que manda, la que tiene la última palabra. Cuando ella crea conveniente, nos señalará con el dedo y nada de lo que habíamos planeado con tanto ardor y entusiasmo servirá de nada. Inclinaremos la cabeza y nos someteremos a su yugo. Y sólo nos daremos cuenta de su poder cuando las cosas no salen bien. De todas las adversidades con las que la vida puede golpearnos, perder a un ser querido es la más cruel de todas ellas. Sabemos que la muerte nos espera a todos. A unos antes que a otros. Perdemos amigos, conocidos, padres, hermanos… pero ninguna de estas muertes es comparable a la pérdida de un hijo.
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Cuando un hijo se va de tu lado, te rompe por dentro, te finiquita. Te reduce a algo muy pequeño que no eres tú. Algo que late con dificultad, que aún puede respirar y, no se sabe cómo, aún puede comer. Como si te deshinchases poco a poco y al final, las paredes de ese globo vaciado se pegaran entre sí no dejando que nada hermoso y digno vuelva a entrar. Con el tiempo he comprendido que ese dolor tan animal, tan desgarrador, tan sangriento se explica, entre otras cosas, por algo muy concreto. Perder a un hijo rompe con un orden asumido, como lógico, en nuestras mentes: el del principio del orden. Podemos aceptar que mueran nuestros padres, porque son mayores, ya han vivido su vida. Les estamos agradecidos por lo que han hecho por nosotros y los despedimos con paz en el alma. Nuestros maridos o mujeres, nuestros hermanos, duelen, pero siempre encontramos la justificación en que eran adultos. Pero un hijo nunca es adulto para nosotros. Siempre es un niño en nuestro corazón y nuestra memoria. Su muerte duele porque la vida no solo nos ha traicionado, sino que además se ha saltado el orden establecido. Adiós querido Alvarito, tu familia te querrá siempre.