Sociedad
El Estilita

El Ministerio del Misterio

A Coruña

Es verdad que lo último que se pierde es la esperanza y eso es bueno. Lo malo es que lo primero es la dignidad, de la que todo el mundo parece querer librarse como si fueran unos zapatos que aprietan demasiado. Lo digo porque me asombra cómo la gente puede ponerse en evidencia en público en un momento en el que todo el mundo debe permanecer en su casa. La prueba es que me puse los pantalones exprofeso para entrevistar a la alcaldesa. Es más raro de lo que parece porque la entrevista era telefónica y yo me encontraba en casa. Acababa de declararse el estado de alarma, y allí estaba yo sentado en calzoncillos en el sofá, y apurando una taza de café. Miré el reloj y faltaban un par de minutos para hablar con la regidora o con la primera edila, como se dice ahora, y fue entonces cuando tuve el impulso de ponerme los pantalones. No tengo muy claro por qué lo hice, quizá fue para meterme en situación. En todo caso, marqué el número de teléfono y al tercer toque lo cogió Inés Rey, dispuesta a responder a mis preguntas sobre la situación que había provocado el coronavirus en A Coruña.

En general, hablar con políticos es una de las partes más aburridas del trabajo de periodista. Fui directo al grano y le pregunté cómo marchaba la cuarentena que se había declarado hacía unos días. Ella aseguró que los coruñeses estaban mostrando un comportamiento ejemplar confinándose en sus casas, por lo que quería felicitarles. Yo asentí, lo que era un gesto tan absurdo como el de ponerme los pantalones, y le pregunté si era cierto que los coruñeses salían a estirar las piernas por el Paseo Marítimo aprovechando el buen tiempo, y que las playas se llenaban. Ella me respondió que sí, que era verdad. Le pregunté si los sintecho seguían a su aire en la calle, ajenos a la pandemia. Ella reconoció que aquello era cierto, pero que no eran más de veinte y que los tenían perfectamente controlados. Cuatro días después, me enteré de que iban a ser confinados en el pabellón de deportes de Riazor.

Una semana más tarde, después de varios días encerrado y sin ducharme, yo también parecía un sintecho. Había celebrado dos ruedas de prensa telemáticas y trabajado varios días sin pisar la redacción, y había descubierto que odiaba el teletrabajo. Confinado en mi casa, un lugar al que normalmente solo acudo para dormir y comer, mi reloj interno se descompensaba, como si fuera un periquito al que habían cubierto su jaula con una manta. Para colmo de males, resultaba cada vez más difícil obtener alguna información que no tuviera que ver con el dichoso coronavirus, y las noticias sobre la pandemia se volvían cada vez más repetitivas y deprimentes. Se limitaban a actualizar el cómputo de contagiados, muertos y dados de alta en el hospital, y de residencias de ancianos que eran más que nunca antesalas de la muerte. En la calle, la Policía se dedicaba a multar a tipos que paseaban por la calle con perritos de peluches mientras los coches patrulla se dedicaba a felicitar el cumpleaños a los niños, megáfono en mano. En los balcones, la gente salía a aplaudir a los sanitarios o insultar a los que rompían la cuarentena. A menudo, con idéntico entusiasmo. En el lado positivo (o negativo, si eres un reportero de sucesos), pasado el primer mes ningún coruñés había sido apuñalado en una cruenta pelea doméstica, a pesar de que la cerveza había sustituido al papel higiénico como producto de primera necesidad. O quizá precisamente por eso.

Me di cuenta entonces de que la banda ancha era el fino hilo del que colgaba la cordura de la humanidad. Al echar un vistazo a las redes sociales, me daban ganas de ahorcarme de ese hilo. Los progres aseguraban que la ultraderecha aprovecharía la crisis para implantar sus políticas xenófobas, mientras que la derecha aseguraba que España iba camino de una dictadura comunista en la que se suprimirían todas las libertades y acusaba de cuñadismo a cualquiera que se atreviera a afirmar que la pandemia podía haberse previsto. Antonio Maestre era acusado de crear un periodista ficticio, Miguel Lacambra, para blanquear la desastrosa actuación del Gobierno. Los fachas olían la sangre y decidieron fingir que hasta 300 cuentas verdaderas eran falsas publicando mensajes que daban error. La izquierda bolivariana y comunista cayó en la trampa de lleno. Todo Twitter estaba lleno de bulos, memes e insultos. Hasta los test que compraba el Gobierno eran fakes. Aquello me habría hecho perder la fe en la los políticos, en las redes sociales, en los medios de comunicación, en la humanidad entera, de haberla tenido alguna vez. Pero aún creo en Iker Jiménez, el único que había advertido lo que iba a pasar. Sánchez, que denunciaba bulos y fakes, necesitaba credibilidad, y no la iba a conseguir con un epidemiólogo como Fernando Simón, que había asegurado que no habría contagios poco antes de caer él mismo enfermo ni mucho menos con un ministro de Sanidad doctorado en Filosofía. La solución es obvia, y me extraña que no se le haya ocurrido un presidente como él, que ha batido el record de ministerios con 22 carteras: lo que Sánchez necesita es un Ministerio del Misterio.

 
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