Sociedad
El Estilita

Bengala roja

A Coruña

Dicen que todo le llega al que sabe esperar. En eso pensaba mientras veía la bengala ardiente trazar un arco descendente hacia mí, como un pequeño meteoro rojo desintegrándose en la atmósfera rn ruta de colisión hacia mi cabeza. Me pareció que se desplazaba a cámara lenta, y podía ver cómo se acercaba más y más mientras los antifas se reagrupaban después de la carga policial que les había separado de los simpatizantes de Vox. Una niña con carmín negro que no debía tener más de 14 años se arrodilló dramáticamente frente al cordón policial y desafió a los agentes a cargarle, como un torero a portagayola haría con un cornúpeta. "¡Vamos, valientes!", animaba. No debía pesar más de 40 kilos, y parecía diminuta ante los agentes antidisturbios que la ignoraban, acorazados e impasibles con las porras en la mano. Detrás de ella, sus compañeros, la mayoría de los cuales rondaría la veintena, gritaban "¡Policía, asesina!".

Hace poco más de un año, cuando había expresado en esta misma columna mi deseo de que un aburrido acto político suyo que me había tocado cubrir se hubiera animado con un ataque antifascista, me habían acusado de promover la violencia y un señor me había llamado por teléfono para amenazarme por un delito de odio contra Vox. El partido había llegado a vetar mi presencia durante la jornada electoral hace dos comicios generales, pero no les guardaba rencor. La izquierda tampoco tiene sentido del humor, me temo, y los antifascistas odian con igual fervor a los medios de comunicación que no siguen la línea editorial del "Granma".

Aunque comparto su recelo a la autoridad, no podía sentir mucha simpatía hacia ellos. En general, detesto a la gente que se expresa a gritos y mediante consignas, que dan prioridad a las ideas sobre los hechos y a los sentimientos por encima de la razón. Por ejemplo, estaba seguro de que muchos de aquellos críos no tenía la menor idea de qué es el fascismo pero, claro, muchos adultos también lo desconocen. En realidad, a nadie le importa la teoría política. La palabra fascista se ha convertido en un insulto sin ningún contenido real, como "gilipollas". No significa nada, solo es una palabra fea, malsonante, que permite descalificar al adversario. Detrás de mí estaban los simpatizantes de Vox, que no son en modo alguno fascistas, solo desagradablemente conservadores. Ambos grupos, en realidad, son intolerantes con las ideas del otro y no les reconocen ninguna legitimidad, lo que hace imposible el diálogo. Por otro lado, yo tampoco creo en el diálogo. O no creo en él con tanta convicción como en los buenos titulares.

Al igual que todos ellos, yo había estado en Palexco hace un año, cuando Abascal había congregado a miles de personas en el interior del salón de actos. En esta ocasión, los presuntos camisas pardas se reunieron en el exterior, por aquello del virus y el problema de aforo, agitando banderas españolas. Había acudido gente mayor, claro, pero también muchos jóvenes y bastantes menores. Dos niñas, una negra y otra blanca, se arropaban con la enseña nacional, una imagen que me llamó la atención. Enfrente, al otro lado de la verja y separados por un cordón policial, la presunta resistencia antifascista coreaba consignas del tipo "¡A Coruña será la tumba del fascismo!" mientras agitaban banderas independentistas, comunistas y del movimiento LGTBI. Muchas banderas, ninguna blanca; nadie estaba dispuesto a ceder, a rendirse. Por un momento, pareció existir cierta coordinación entre ambos grupos, aunque no sintonía: los oradores de la derecha sin complejos centraron su discurso sobre la economía, en el "nacionalismo rancio del BNG" y en la "batalla cultural" y en Feijóo, que había empleado el miedo para robar votos a Vox en las anteriores elecciones, pero de vez en cuando aludían a la "chusma recalcitrante y totalitaria" que el delegado del Gobierno se negaba a dispersar a pelotazos. Entonces la presunta resistencia antifascista respondía con palmas y gritos "Santi, fascista, ¡estás en nuestra lista! Fora fascistas dos nosos barrios! ¡Ni piernas ni brazos, fascistas a pedazos!". Todo, por supuesto, acompañado de más ondear de banderas.

Gritos aparte, el ambiente parecía muy relajado. Una joven de 18 años como mucho, que se había colado entre el mitin y el cordón policial, ensayó un baile sexy agitando las caderas, ganándose los aplausos de los manifestantes. Aquello incitó a un policía a sacarla de allí. Ella sonreía mientras huía del agente, como si fuera un juego, pero cuando el policía la agarró, cayó al suelo y se terminaron las risas. No hubo detención, y la joven volvió con sus compañeros con aire compungido, mientras un chaval regordete con sombra de ojos pedía la identificación del policía. Pero parecía que eso iba a ser todo. Las cosas no se animaron hasta que finalizó el acto: al salir, los asistentes pasaron peligrosamente cerca de los manifestantes, agitando delante de ellos la enseña nacional. Los antifas entraron, literalmente, al trapo, y respondieron con más gritos y gestos obscenos e invitaciones a que se acercaran que, curiosamente, es todo lo contrario a una invitación a un acercamiento. Los extremos se estaban tocando, y yo podía notar la mala leche zumbando en el aire, como la electricidad de un cable mal aislado, haciéndome cosquillas en el cuero cabelludo.

Fue entonces cuando ocurrió lo que tanto había esperado: uno de los militantes de Vox, un hombre de mediana edad y pelo gris corto pasó delante de ellos agitando su barrigón y mostrándoles el dedo, sin dignarse a mirarles. Ciego de furia, un joven con barba recortada salió del grupo, se coló entre dos policías y empujó por detrás al de la gran barriga, que cayó al suelo. Inmediatamente se desató un altercado y los policías nacionales cargaron para despejar aquello. Una carga sin porrazos contundentes, aunque una chica con rastas tropezó, o la pisaron, y se fue al suelo. Estallaron petardos y alguien lanzó esa dichosa bengala que parecía dirigirse directamente hacia mí.

Pareció tardar una eternidad en caer y por eso me dio tiempo a pensar en muchas cosas más: si me alcanzaba, si me daba en la cara y me quemaba, los antifas pensarían que me lo merecía por contar mentiras y meterme donde no me llaman. Los de Vox pensarían que me lo merecía por contar mentiras y meterme donde no me llaman. Los antidisturbios pensarían que me lo merecía por contar mentiras y meterme donde no me llaman. Incluso la mitad de la gente que conozco juraría que hacía tiempo que me lo estaba buscando. Mi madre, incluida. De hecho, resultar herido de bengala haría a tantas personas felices que por un momento pensé en no esquivarla. Traería felicidad y unidad a un mundo que allí parecía lleno de ira. Afortunadamente, además de mentiroso y metomentodo, también soy desconsiderado, así que me hice a un lado y la bengala cayó en el suelo, donde ardió roja y furiosa, como si fuera un manifestante más. Pero se apagó pronto y los antifas y simpatizantes de Vox también, y todos volvieron a casa como quien vuelve a su rincón del ring.

 
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