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Temporeros españoles

La opinión de Manuel Ortiz Heras, catedrático de Historia Contemporánea

Albacete

En el imaginario colectivo español se ha instalado desde hace años la falaz idea de que somos un país de acogida de inmigrantes. Apenas queda constancia de la larga tradición hispana que empujaba a miles de compatriotas a buscar “el dorado” en otras latitudes. Primero fueron a “hacer las américas” y más recientemente a una Europa que necesitaba mano de obra. Los emigrantes españoles empezaron a acudir en riadas a Francia, Alemania, Bélgica o Suiza. Tenían un móvil laboral y económico fundamental, aunque tampoco faltaron las razones de índole político. Aquellos gobiernos aplicaron políticas de bajo vuelo que después de la autarquía siguieron los patrones de los organismos internacionales. Se habló de desarrollismo como si los tecnócratas franquistas hubieran jugado un papel activo en el diseño de políticas económicas miríficas. El crecimiento económico se debió a la llegada de divisas de los emigrantes españoles y de los turistas europeos. La construcción y las importantes inversiones extranjeras que buscaban nuestra baja fiscalidad, con ayudas gubernamentales, y un mercado laboral sumiso que carecía de derechos fundamentales como los de asociación o huelga y que aceptaba salarios bajos, completaron la ecuación.

En 1978 la cifra oficial de emigrantes en Francia alcanzaba los 57.000. Muchos más no aparecen en las estadísticas porque era habitual viajar por libre, al margen del Instituto Español de Emigración, sin ningún tipo de contrato. En la década de los ochenta, España tenía la mayor tasa de temporeros entre los países comunitarios. Más de ocho mil salían de nuestra provincia. En algunos pueblos de Valencia, Granada o Albacete representaban el 70% de la población. Familias enteras con niños incluidos. Algunas publicaciones de la época llevaban títulos tan significativos como “Vendimia en Francia: los nuevos campos de concentración”. Sufrieron desplazamientos penosos en trenes que no reunían las mínimas condiciones. En el lugar de trabajo se repetían los problemas que hemos podido consultar en los archivos franceses: “duermen como cerdos, hacinados en barracones, las mujeres a un lado y los hombres al otro”. En el tajo no faltaban los abusos en un trabajo a destajo. Todo a cambio de unos salarios que permitían subsistir en España, donde la crisis del sector empujaba a buscar “cualquier cosa mejor que el hambre”.

Estos días la campaña de la vendimia ha terminado y a su regreso los españoles que todavía participan de esta emigración laboral han vuelto a denunciar abusos. Son menos que antes y eso invisibiliza más su situación. Ahora el marco comunitario y los contratos que se supone les protegen deberían servir, pero nuestras autoridades y la sociedad en su conjunto apenas les prestan atención. En los años setenta, justo cuando se estaba dando el regreso de los exiliados y España porfiaba por entrar en la CEE, eran amparados por los incipientes sindicatos y por algunos curas obreros que intentaban predicar con el ejemplo. ¿Tanto hemos cambiado?

 
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