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Sociedad

La corrupción

La firma de Manuel Ortiz Heras, Catedrático de Historia Contemporánea

Manuel Ortiz Heras, Catedrático de Historia Contemporánea / Cadena SER

Albacete

La cultura política democrática española es todavía joven y tiene mucho que mejorar. La propia democracia vive en el mundo un tiempo de mudanza e inestabilidad por el azote de un ya largo periodo de transición global que arrancó con el fin del paradigma soviético. En este contexto, cobra más importancia si cabe la gravedad del problema que representa la corrupción. No faltan los que la atribuyen a un problema casi congénito del español, pero es obvio que su propagación por todos los confines debería hacernos más certeros en el análisis y tratarlo como un problema general que tiene cura a base de educación y legislación, porque no podemos calificarlo como genético e inmutable.

La historia contemporánea, y antes la picaresca y el sálvese quien pueda, están repletas de ejemplos que traer a colación. Larra, Galdós o Barea lo contaron como parte del decorado permanente de sus respectivas épocas. Recuérdense escándalos célebres como el de Picasso, Estraperlo o, en pleno franquismo, el de Matesa y Sofico. Los sistemas democráticos, con sus garantías y prácticas de transparencia, acompañados de medios de comunicación libres, los airean y permiten su denuncia y conocimiento. Por el contrario, sus detractores los atizan contra la propia democracia porque extiende la desconfianza y refuerza viejos prejuicios.

La corrupción es un mal que aparece en la política y provoca desafección y rechazo pero que vemos a menudo en la propia vida cotidiana, ya sea en forma de abusos que buscan un beneficio particular contra la moral vigente o como actividades contra la ley que enriquecen a los corruptos, reyes o plebeyos. El problema es que la sociedad no reaccione rotundamente contra los responsables de esos comportamientos o, incluso, llegue a concederles algún tipo de reconocimiento o protección en función de las circunstancias o del grado de simpatía que les tengamos. Seguramente la herencia del dominio secular de la moral pública católica lo explique.

Las prácticas corruptas dificultan el buen gobierno, afectan a las instituciones y al propio sistema que nos ha costado tanto organizar, porque le resta legitimidad y atenta contra el principio fundamental de la igualdad. A nuestro alrededor la influencia, el amiguismo o la recomendación son hábitos que cuesta identificarlos con algo recriminable. Sin embargo, la línea de separación entre lo privado y lo público, de existir para este tipo de problemas, deberíamos eliminarla para establecer códigos y valores que nos doten de instrumentos válidos y proporcionados si realmente queremos acabar con ella.

Estudios recientes demuestran que la corrupción es uno de los principales problemas del país y que contamina todos los niveles de Gobierno. No es pequeño cambio si consideramos que la corrupción nunca había sido percibida por la opinión pública como uno de los problemas centrales de nuestro sistema político, a pesar de que tres de cada cuatro españoles opinan que existe mucha o bastante corrupción.

Que la pandemia no nos nuble la vista¡¡¡¡¡

 
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