Cuidar a nuestros mayores
La Firma de Pedro Brouilhet

"Cuidar a nuestros mayores", la Firma Pedro Brouilhet
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Palencia
Todos tenemos la experiencia de tener cerca a una persona mayor. Puede ser un familiar, un amigo, un vecino, un conocido... Cada uno es diferente pero nos regala su experiencia, sus consejos, su cariño, sus anécdotas... En ocasiones nos pueden repetir las mismas historias mil veces. ¡Y qué historias tan especiales! El tiempo ha ido pasando por ellos Y ellos siguen necesitando que se les valore, escuche, se pase un tiempo con ellos.
En esta época de pandemia, muchos de ellos no han podido recibir las visitas de sus familias en las residencias. Otros no pueden dar un beso o un abrazo a los suyos. Algunos no tienen nadie que les visite en sus hogares. Se han convertido en simples cifras en los fallecidos por el Covid 19, y muchos de ellos ni siquiera aparecen porque han muerto en sus casas. Al principio de esta locura no pudieron ir a la UCI porque no había plazas y se produjo una selección natural. Me molesta cuando algún responsable público dice que los fallecidos eran mayores. Me parece una falta de respeto y de educación a la generación que ha hecho tanto por nosotros.
El otro día una persona mayor me decía que se sentía impotente a la hora de hacer papeles en la administración o en los bancos. "Ahora todo está informatizado, mecanizado. Parece que molestamos cuando hacemos una pregunta. Nos tratan como si fuéramos idiotas. Nos faltan al respeto. Venga con su hijo la dijo un empleado amable de una oficina" Son algunas de sus expresiones.
Hechos como estos cercanos y cotidianos nos hablan de la costra de indiferencia que se extiende en nuestro mundo como una plaga.
Y lo curioso es que ocurra en la era digital, este momento histórico en el que, al instante, sabemos lo que pasa en las antípodas del mundo, aunque desconozcamos la miseria de la casa del vecino. Una sociedad de patinadores que se deslizan en la superficie sin profundizar; una sociedad líquida y de espuma en la que no importa lo sólido; una sociedad de la imagen que esconde lo decrépito a favor de la belleza convulsa.
Sobre el tapete informativo, una vez más, y no la única, vemos la situación de la vejez, la ancianidad, los años en los que el cuerpo se gasta y los ojos brillan de forma especial, rasgando más lejanías que cercanías. Ahí están, doblados, pero no rotos; cansados, pero no agotados; serios, pero no tristes; viéndolas venir, viéndolas llegar y viéndolas pasar.
Esa es la sabiduría de a quienes, en la vida, todo se les escapa entre los dedos y gastan el tiempo, su único y querido amigo, contemplando correr raudas las manecillas del reloj.
François Mauriac decía: "Un viejo solo existe por lo que posee. Desde el momento en que no posee nada, se le arrumba con la basura. A esta edad avanzada solo se puede escoger entre el asilo y la fortuna". Así de duro hablaba el escritor francés, a quien he recordado al leer la noticia.
Mientras el mundo de la publicidad y el márketing nos acercan un canon de belleza específico que se va metiendo en la opinión pública, la vejez se arrincona, se aísla y silencia. "Un pueblo que no cuida a sus ancianos, no tiene futuro", decía el papa Francisco no hace mucho.
En las sociedades africanas, el anciano es venerado, como lo es en las orientales e, incluso, en muchos países de América Latina, allá donde la globalización no ha cubierto con su manto todo.




