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Leyenda negra

La firma de Manuel Ortiz, catedrático de Historia Contemporánea

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Algunos mitos se demuestran realmente resistentes y sorprende su capacidad de convicción. Se recurre a ellos como espantajo con el que sostener algunas estrategias políticas, pero también se demuestran operativos a nivel social. Uno de ellos es el de la Leyenda Negra. Es probable que en la mente de muchos prevalezca su existencia, aunque la historiografía ha demostrado que fue una invención para legitimar decisiones equivocadas y situaciones indeseadas.

¿A qué nos referimos con esta expresión que realmente surgió en el contexto de la crisis finisecular de 1898? Se trataría de una campaña de infundios contra la España imperial lanzada desde el exterior a lo largo del siglo XVI por nuestros enemigos. Habría odio y envidia, hasta despecho, contra España. Pues bien, no se puede hablar de una campaña sistemática de denigración o hispanofobia durante siglos específica contra el país. En todo caso, encontraríamos algo de esto en la mayor parte de las naciones como consecuencia de rivalidades o antagonismos bilaterales. En este sentido, todas las naciones tienen su propia leyenda negra fomentada por los prejuicios de los vecinos o rivales. Sin embargo, desde su difusión es indiscutible su enorme capacidad como recurso propagandístico, de cortina de humo y de susceptibilidad, más propia de pueblo pequeño, acomplejado, que otra cosa.

Detrás de su invención está la exacerbación del nacionalismo español. Acosado por otros de su estirpe en el interior, vasco y catalán particularmente, en plena e indudable decadencia del país provocada por el agotamiento del sistema político. Fue puesto en la picota por el regeneracionismo y toda una saga de intelectuales, la generación de plata, lo que, por cierto, invalida la teoría del retraso intelectual del país. Dicho fenómeno nos ha conducido varias veces al aislamiento y la confrontación con el exterior y ha solido ir de la mano de fórmulas políticas antiliberales. Además, esta teoría nos ha envuelto en complejos fáciles de alimentar por quienes nos han querido convencer de nuestra peculiar condición refractaria a libertades y democracias o convivencias cívicas.

Merece la pena reflexionar sobre la imagen que tenemos -y tienen- de nuestro país, su singularidad o semejanza con otras naciones. En ello nos puede ir la superación de cierto complejo de inferioridad ligada a una percepción idealizada de otros países cuyas democracias tampoco carecen de desafíos ¿para cuándo una mínima capacidad de crítica o autocrítica imprescindible que nos permita poner en solfa nuestros defectos sin que nos tilden de antipatriotas? Una cosa, no obstante, es darle credibilidad a la leyenda y otra, bien diferente, es no admitir el uso espurio que de ella se ha hecho. No confundamos LN y franquismo. Fue su legado y era necesario eliminarlo por servirle de arma ideológica para reforzar y justificar el aislamiento del país. Pero ¿tiene sentido seguir volviendo a la dictadura como paradigma explicativo de los problemas actuales? Denunciar aquel régimen y su herencia no debería equivaler a aceptar en todo o en parte una LN de la que quedara el espíritu de auto denigración en el país.

Aunque algunos desde fuera lo hayan podido alimentar, ha sido un fenómeno endógeno lleno de estereotipos que ha dado lugar a una imagen deformada de nosotros y de nuestra historia.

 
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