Experienciar, cientificismo y laxantes

Córdoba

Si el gran Isaías Lafuente leyera/escuchara el verbo con el que abro esta columna, experienciar, lo más probable es que me llevase a su Unidad de Vigilancia Lingüística, acusado de mancillar el correcto uso del lenguaje. Y si bien no le faltaría razón, sin embargo, creo que es imperioso acuñarlo para delimitar una diferencia esencial entre las humanidades y el discurso científico.

De un tiempo a esta parte, percibo una defensa pasional del discurso científico, un discurso que no se libra de esta emocracia que se contagia con igual facilidad que el Covid.

La pandemia, la omnipresencia de científicos en medios de comunicación, la tiranía del dato, la dictadura del algoritmo… han ensalzado a la ciencia como el único discurso con legitimidad. No son pocos los científicos, e incluso algunos humanistas, que acusan de falta de rigor científico a discursos que, hasta hace poco, se caracterizaban por animar el ámbito de la opinión y de la sensibilidad, como si la legitimidad de lo humano fuera exclusividad de la ciencia.

Me parece preocupante que, desde ámbitos como las humanidades o la pedagogía, empiecen a validar este discurso como el único legítimo.

Cuando el modelo científico traspasa el campo de la experimentación hacia el ámbito de la experiencia asistimos a un cientificismo. Experienciar no es experimentar. El experimento es un proceso activo al que se acude para contrastar una teoría. Experienciar es un modelo íntimo que emerge fuera del control del sujeto.

Trasladar las exigencias de estadísticas y de estudios científicos al mundo de la literatura, de la filosofía, del ensayo, o al complicado arte de educar, por señalar solo algunos casos, termina provocando estreñimiento y malestar. Y para eso, me temo, no hay laxante que valga.