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"Los abuelos deberían de ser eternos"

Artículo de María González López en su Diario de una Adolescente en tiempos de covid

FIRMA DE MARÍA

FIRMA DE MARÍA

Aranda de Duero

El reloj prosigue dando tantas vueltas que con su eje pinta socavones sobre la pared. Por suerte, todavía sobre ese mismo muro, tiembla el calendario de julio ansiando la supervivencia al paso del tiempo, aferrándose a su último renglón de días, mientras agoniza su final.

No obstante, el tiempo no nos roza equitativamente por igual, ni tan siquiera a nivel individual. Ahora, con una colección de recuerdos más amplia que años atrás, suelo desempolvar los más antiguos y revalorizarlos.

Sin embargo, estas memorias a diferencia de lo que otros consideran como riqueza, son mucho más opulosas que cualquier articulo de lujo que asegure un futuro acomodado, pues carecen de precio y su propiedad es en multitud de ocasiones, compartida.

Particularmente hoy, revolviendo los pensamientos más viejos de la memoria hasta desembarcar en puertos de nostalgia y tras haber cambiado el rumbo con la proa mirando hacia el pasado pero con el ancla echada, he decidido dejarlos a la intemperie y nárralos de nuevo a sus mejores guardianes.

Cuando era pequeña frecuentaba la casa de mis abuelos. Solía, a la par, dejar mi nombre más allá de las sensaciones, colmando de juguetes minúsculos cada uno de los rincones, resucitando los Juegos de mesa y puzles infinitos que arropaban el suelo, los cuentos de los hermanos Grimm y Perrault y acabar tantas otras veces con su paciencia.

Era, y continúa siendo tradición, la partida del as, dos, tres desgastado las cartas y la suerte sobre el mismo brazo del sillón que entre primos íbamos heredando por edad como asiento en las comidas familiares, el batido de ColaCao especial en el vaso del rey león que fue participé del como nos hacíamos mayores y con el que podríamos brindar doblando la elegancia de cualquier copa fina, o las películas de indios y vaqueros o telenovelas extensas que eclipsaban el televisor durante gran parte de la tarde.

Aunque por encima de estas tradiciones, pervive todo lo que mis abuelos mediante sus vivencias, forma de cuidar y querernos nos han enseñado. Un gracias no es capaz de abarcar lo que como nietos les debemos, pero es necesario pronunciarlo junto a un te quiero encajado en un abrazo, apto para custodiar todo.

Nuevamente, me dispongo a observar la pared, como el reloj y el calendario, cuelgan fotografías que denotan el paso del tiempo, pero de una manera amable.

Los abuelos deberían ser eternos.

 
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