El tesoro
Sección de 'Ver con los oídos', de Leandro Betancor
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Las Palmas de Gran Canaria
Enterré el tesoro en esta playa pero soy incapaz de recordar el punto exacto. Fue un verano de aquellos en los que era pequeño, tan pequeño que las cifras de fin de siglo que habitábamos importaban poco o nada. Esas fechas empezaron a contar sólo a partir de 1989… pero ya entonces aquella cajita llevaba mucho bajo tierra, bajo arena.
Recuerdo haber metido en ella la concha de unos burgaos, cogidos la noche antes, en una marea tan vacía de principios de septiembre que nos permitió caminar con las cangrejas hasta la misma barra.
También metí dos monedas de 100 pesetas y un recorte de la página del horóscopo del periódico de aquel domingo que anticipaba, para los Aries, una semana buenísima en el amor pero movida en el trabajo. Recuerdo haberme reído al leerlo.
Escribí una carta con mis datos y mi dirección de entonces para que, quien lograra hallar aquel tesoro, pudiera devolvérmelo algún día. Hasta le puse dos sellos. En ella escribí una suerte de lista en la que detallaba el nombre de mi mejor amigo, mi comida preferida, mi número de la suerte y, con nombre y apellidos, la chica que me gustaba entonces, junto a una secreta declaración de amor. Soñaba que sería ella quien encontrara aquella cajita.
Por último metí el libro que me acababa de terminar, de la serie “Elige tu propia aventura” y un cubo de Rubick del que había conseguido armar sólo la cara de cuadraditos verdes, haciendo una pequeña trampa cambiando la última pegatina.
Hasta hoy no había vuelto a pensar en aquella aventura de verano. Pero al clavar mi sombrilla algo topó con el pico de la misma mientras la enterraba arena adentro. De repente todo olió como el día que sepulté aquella caja de latón de galletas inglesas, mezcla de salitre y metal. Se instaló en mi boca el sabor de la tinta del bolígrafo que traté, aquel día, de aspirar porque se había secado la punta. Cerré los ojos y respiré bien profundo y volví a ver a Marcos ayudándome a hacer el hoyo como en una película de súper8, con sus saltos de fotograma incluidos. Escuché las gaviotas y el grito de mi madre desde la avenida. La megafonía anunciando que se había perdido un niño, en síntesis, oriental. Me vi las manos llenas de piche y la arena incrustada en las uñas.
Saqué la sombrilla y escarbé hasta ese tope y allí estaba, empezando a asomar, la piel gruesa y lisa de un canto rodado, a partir de hoy, la piedra filosofal de la memoria que ocupa, desde este día, lugar de gobierno en la estanteria que tengo en mi salón y sobre la que he colocado un cactus diminuto.
Nada es para siempre… salvo los tesoros enterrados en las orillas de la memoria.
Todavía huele a mar.