Córdoba, ciudad de acogida

Córdoba, ciudad de acogida. Firma de opinión de Lola Jiménez
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Córdoba
Le pedí a una buena amiga que pasara conmigo mi última noche en Madrid. Aún de madrugada, salí de casa y cogí un taxi sospechoso, que me llevó a un aeropuerto desolado, donde tuve que esperar un vuelo extrañamente turbulento.
Horas después, llegaba a unos de los muchos aeropuertos de Londres, que hoy ni siquiera recuerdo, pero que en aquel momento me pareció un animal en lucha que jamás olvidaría.
Mi nombre prendido a un cartel era lo que debía esperarme, pero no estaba. Miedo y preguntas.
Finalmente llegó el conductor contratado y comenzó a hablarme en español. Era de Santander. Yo agradecí todos sus lugares comunes. Me sentí más patriota que nunca. Nada como España: la Mezquita, el Prado, la Sagrada Familia, Machado…
Al subir al coche, volvió el silencio. Entonces comprendí definitivamente que aquello era una huida. Y volvió el miedo. No era miedo a lo desconocido. Sentía miedo porque me fui triste.
En aquel momento yo era una mujer adulta, experimentada en puertas de embarque, con un móvil, una tarjeta de crédito y un lugar al que volver.
Por eso me pregunto, ¿qué tipo de miedo debe sentir un menor que atraviesa una distancia sospechosa, que lo arroja a un “no lugar” desolado, donde todo es extrañamente turbulento? A veces reciben agua y una manta; otras, ni siquiera una mirada. A veces, en el deseo de alcanzar soluciones, insistimos en añadir reformas a un Reglamento de Extranjería que se debate entre la quimera y la
impotencia. Otras veces, simplemente nos queda la opción de llorarlos frente al mar.
¿Quiénes son? ¿Alguien habrá pasado con ellos su última noche? ¿Dónde guardarán sus recuerdos? ¿Se adaptarán, alcanzarán la oportunidad de ser felices, o la tristeza los hará vagar sin brújula, temibles y vulnerables a la vez?
Sean quienes sean, a los llamados menas, yo solo puedo verlos como niños y niñas con un miedo extremo a no ser acogidos.
A mí, por el contrario, me miro con el reproche de ser una adulta incapaz de tutelar su infancia y que limita su actuación a exigir soluciones legales para algo que, en su día a día, nos mira a los ojos, queriendo encontrar nuestra versión más humana.




